Que me cuente lo que sea. Ya no puedo soportar más esta extraña soberanía en sus ojos. Parecen helados al tiempo que chispean, como si fueran a entrar en llamas. No puedo mirarme, pero estoy segura de que mis axilas han dejado huella sobre mi ropa. A sus ojos, supongo que soy como una palmera. Siento mis extremidades quemadas y abrasadas por el viento, como las puntas de las largas hojas de ese árbol áspero que se alza cerca del mar.
Me pregunto por qué les dará por sembrar palmeras al lado de la costa. Está claro que transmiten cierta majestuosidad y riqueza a la zona, pero a mí me cansa que sea tan predecible saber qué árbol aparecerá en todas las instantáneas de la nueva zona hotelera.
Como no me diga ya lo que tiene que decirme creo que voy a hiperventilar. Al entrar al edificio por poco me descoyunto, y, aun así, he tenido que adquirir cierto decoro y caminar como si no hubiera pasado nada después de que me indicara la chica de recepción la planta en la que me esperaba mi editor.
Supongo que me habrá hecho venir hasta aquí para contarme algo bueno. Sigo sintiéndome como una impostora cada vez que me presento como escritora. Ya sé que debería estar satisfecha tan solo por haber publicado la obra bajo el regazo de esta potente editorial, pero tengo ganas de llorar.
El aire está viciado por su perfume. ¿Cuánto le habría costado el frasco? Huele bien, desde luego, pero a mí, este rastro, que en otro momento seguramente habría alterado mis feromonas, comienza a provocarme náuseas.
¡Por el amor de Dios! Solo quiero que hable. Que lo diga ya. Que me espete ya de una vez a bocajarro lo que tenga que decir.
Intento sonreír, aunque la mueca se me queda en los labios. Mi lengua galopa en mi boca como un jinete sin aliento. Alborotada, pero comenzando a sentir la sed del desierto. Cuando tenga que responderle no seré capaz, me estoy quedando sin saliva.
Está claro: está disfrutando. Como esos presentadores de la radio que te tienen que anunciar que has ganado los mil euros del día y se regodean, o cuando te llama alguien el día de tu cumpleaños y sabes lo que te va a decir. En mi caso no está tan claro: tengo dos opciones. Me puede dar dos noticias: una mala o una buena. La mala será muy mala, para haberme hecho venir... Y la buena, ¿cómo será de buena?
He tenido que sacar mi abanico del bolso, para refrescarme, porque me ha subido a la cara un calor fulminante. Su método es depurado, de eso no hay duda. Es un tipo con experiencia, con saber estar... Esa arruga de su frente me desconcierta.
Necesito calmarme. Tengo que aprender a esperar envuelta por este incómodo silencio.
—Lo vamos a hacer de bolsillo —ha dicho con decisión, mientras sujeta el papel.
—¿Perdona?—He torcido la boca en actitud de no comprender.
—Pues eso, que te has convertido en bestseller —ha anunciado como si nada, tendiendo ante mis ojos el nuevo contrato.
No puedo creerlo. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? ¿Pararme en la primera droguería que encuentre a la vuelta de la esquina para buscar una fragancia de escritora?
Se me ha erizado el corazón. Las palabras que acabo de escuchar han atronado dentro de mí. Estoy demasiado rebosada para hablar. Sobrepasada, emocionada, distinta.
Acaba de pasar. No he podido contener las lágrimas y he comenzado a llorar mientras mi voz se rompe, intentando componer una pequeña frase al salir de mi garganta. Acabo de conseguir lo que quería: que me leyeran.
Durante estos años he intentado aflojar mis miedos y tensarlos como la vela del barco al viento. Ahora, mirándole a los ojos, viendo ese carácter, que hasta hace un momento me parecía bélico, he visto mi pasado desquiciado.
—Tranquila, estás sacando los nervios —me ha dicho, mientras se acerca a mí para abrazarme.
Supongo que la sorpresa del afortunado provoca tanto desconcierto como la del desgraciado. Esas sorpresas que te da la vida para bien o para mal aceleran tu ritmo, tu rutina, tus pretensiones. Estresan tu vida, porque la cambian. Arrancan de cuajo la comodidad que tienes. Supongo que, en cierto modo, el ser una desconocida amateur, me mantiene cómoda en mi rol de víctima. Ahora debo gritar que mis letras valen, que gustan, que apuestan por ellas.
Por eso, me he soltado de sus brazos, he enjugado mis lágrimas y he acerado mi voz.
—Creo que la versión bolsillo puede ser excitante —le he dicho, después de decidir rápidamente atemperar mis nervios y reventar mi carácter.
Mis dedos, ingrávidos y languidecidos, se han puesto firmes para coger el bolígrafo que me tiende mientras me sostiene esa mirada, como si fuera a abrir los aliviaderos de un pantano a punto de rebosar. He estudiado sus ojos y he retirado la mirada de forma de huida aséptica y rápida. Elegante me atrevo a decir.
Acabo de firmar el contrato y no puedo creer que haya pasado esto. Le he mirado de nuevo y le he notado el pecho henchido de orgullo, más que antes si cabe. Me he dado la vuelta y he mirado a través del cristal.
—Las palmeras resisten altas temperaturas, crecen hasta lo más alto y es complicado trepar por ellas. —Su voz ha entrado por detrás de mi espalda. Me había ensimismado mirando hacia la costa.
Me he girado hacia él y la sonrisa me ha subido a los ojos. Supongo que esto, que para mí es un acto único, para él es algo liviano, diario.
Tal vez no sea tan malo ser una palmera.