«Pitidos en los oídos y pinchazos en el corazón»

Es curioso cómo la voluntad de unos extraños juega con tu vida dejando en tu memoria imágenes y sonidos que ni tan siquiera tu mente almacena como tuyos porque no recuerdas haberlos vivido. Como si alguien hubiera soltado en mi cabeza una bomba que deja tras de sí un puzzle incompleto que, con el paso de los años y la ayuda de fotografías y vídeos de los medios de comunicación, se consigue terminar casi de forma completa porque entero es imposible, faltan piezas que con la onda expansiva de esa bomba quedaron rotas en mil pedazos, irrecuperables.
Aún era de noche cuando en la madrugada de aquel 11 de diciembre de 1987 un Renault 18 estalló frente a la casa cuartel, casi todos dormíamos pero ese ruido ensordecedor hizo las labores de un gigantesco despertador que aún hoy sigue sonando en lo más profundo de mis oídos.
Asustado por aquel tremendo ruido abrí los ojos pero lo único que mis ojos vieron fue una cortina densa de humo solo atravesada por los primeros rayos de sol de la mañana.
Los fuertes pitidos en mi cabeza, confundidos con las sirenas que se escuchaban de fondo, son el único recuerdo que tengo de aquellos eternos minutos. Desperté al día siguiente en la cama de un hospital con mi madre abrazada a mi mano, ambos magullados a causa de los escombros y los cristales rotos.
Mi padre era uno de los guardias civiles del cuartel y una de las once víctimas mortales de aquel atentado, yo uno de tantos supervivientes que tuvimos que recomponer aquel puzzle roto a base de noticias y psicólogos.
No tengo muchos más recuerdos en primera persona del momento del atentado pero los pitidos de mis oídos y los pinchazos de mi corazón me recuerdan constantemente aquel infierno.