Por fuera el taller tenía encanto. Parecía una casa campestre y, sin embargo, estaba situada en plena ciudad. Incluso tenía una pequeña valla blanca rodeándola como las de los idílicos barrios de las películas que empezaban a llegar desde Hollywood. Aquel día, en cambio, estaba rodeada de policías. Personas uniformadas dispuestas a acabar con todo bajo las órdenes de no se sabe bien quién.
No importaba lo bucólica que fuese la casa desde el exterior. Dentro, nosotras vivíamos un infierno cada día. Apenas entraba luz por las opacas cortinas colocadas estratégicamente. Los turnos eran eternos. Únicamente podíamos interrumpirlos para visitar la letrina que ocupaba el descuidado jardín de la parte trasera del taller. Llevábamos semanas sin cobrar el miserable jornal.
Rosa perdió tres dedos al equilibrar una de las máquinas. No fue su culpa. Fue la infinita combinación de negligencias que convivían entre esas cuatro paredes. Aún había manchas de sangre en el suelo que nunca llegaron a salir. Ahí explotó algo en todas nosotras. Decidimos cambiar el curso de nuestra vida. Demandar condiciones dignas. Reivindicar nuestros derechos.
Nadie nos hizo caso.Cambiamos de estrategia. Durante varias noches, todas nosotras cosimos nuestros nombres, apellidos y demandas en telares gigantescos, los unimos y rodeamos la casa con el resultado. Nos sentamos fuera y gritamos a pleno pulmón por todas las mujeres oprimidas y silenciadas. Orgullosas de nuestra clase obrera.
No quisieron escucharnos. Prefirieron callarnos a palos. Nuestros telares, pegados a las paredes externas del taller, estaban empapados en gasolina pues intuíamos lo que podía pasar. En cuanto los policías empezaron a correr hacia nosotras listos para embestir, le prendimos fuego.
No volví a saber de Lola y Carmen. Tampoco de Rosa ni de muchas otras. Las hicieron desaparecer. Hoy escribo estas líneas por ellas. Por mis nietas. Por ti. Por todas.
Muy buen relato Mikel
Lo has expresado a la perfección compañero.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes