Si le preguntas, Raquel te dirá que el otoño no es su estación favorita. Esto es porque aún es muy joven. El otoño para ella todavía significa volver a clase y a las rutinas, le obliga a despedirse de la diversión del verano y de andar medio en pelotas. Aunque esto no es más que un recuerdo porque Raquel este año no tiene que volver a ninguna clase y se ha tirado todo el verano trabajando. Además, no le gusta nada tanto calor, prefiere tener que ponerse una chaqueta que sudar por todos los recovecos y las dobleces.
Esta última semana de septiembre la tiene libre y siente algo de incertidumbre por el futuro. El equinoccio significa equilibrio y Raquel no se siente para nada equilibrada. La incertidumbre le produce miedo y eso agrava su dermatitis. Así que allí está ella, rascándose con toda la intención de quitarse la malla que viste y sentarse en la hierba al borde del río. Deja la cesta a medio llenar con setas a un lado; mira alrededor y no ve a nadie, aunque le da exactamente igual que alguien la vea. Mete las piernas decoradas con ronchas de carne viva en aquel líquido aliviador que parece venir directo de un deshielo incongruente. Suspira y se queda absorta mirando sus piernas distorsionadas bailando con las ondas.
No recordará después el momento exacto, pero otros pies aparecieron junto a los suyos dentro del agua. Los dedos más retorcidos por los años que por el efecto de la corriente. Aquellos pies solo alcanzaban las pantorrillas de la joven. Raquel no tuvo miedo. Siempre le pasa. Solo tiene miedo de cosas que los demás no entienden. De cosas de la vida común. Para las cosas extraordinarias Raquel tiene una valentía que parece venirle de vieja, de alguna sabiduría ancestral que trae incorporada. Miró a la dueña de los pies y vio a su abuela Clarisa. Supo que era ella, aunque apenas la recuerda; murió cuando ella era una niña pequeña. Eran sus ojos con aura transparente, el escaso pelo blanco, la sonrisa eterna y un mandilón fabricado por ella con trozos de otra falda.
—¿Puedes ayudarme a levantar, querida? —le pregunta la abuela.
Se levantan ambas y tan cual están, descalzas, la menor guiada por la sabia, se sumergen en la parte más inaccesible del bosque. Las ramas van abriéndose dejándolas pasar sin rozarlas y vuelven a su lugar. Raquel no mira atrás, sabe que encontrará el camino de vuelta.
—Abuela ¿a dónde vamos?
—Quiero que subamos un poco más arriba, quiero que puedas ver el río desde arriba —le contesta la abuela que no parece fatigada y sigue dando pasitos ligeros y seguros.
Raquel resopla; tiene el doble de pierna, pero casi no puede seguir el ritmo de la anciana.
—Bueno, hay una aplicación en el móvil en la que puedes ver todo como si fueses un pájaro, quizá no haga falta andar haciendo el Indiana Jones.
—¿Quién es ese? ¿El que andaba con la Chita no era Tarzán? —le pregunta la abuela intentando aguantar la risa.
—¿Pero qué Tarzán ni qué niño muerto? —replica Raquel jadeando— ¡Abuela! ¿Me estás llamando mona?
La anciana llega al lugar elegido y se gira para mostrarle a su nieta la mirada burlona y ríe ya sin disimulo. Le tiende la mano y Raquel se la da, sonriendo a su vez. ¿Cómo se va a enfadar con ella? Es imposible. Toma aire profundamente para calmar el aliento y mira alrededor. Hay una vista increíble. Nunca había estado allí.
Clarisa le señala hacia el río, una línea papel de plata sinuosa, con rápidos y remansos. No es fácil apreciar bien los detalles porque está rodeada de árboles y arbustos.
—¿Ves el río? —le pregunta y Raquel asiente—. Pues tu piel tiene que parecerse a ese río.
—Si fuese ese río, mi piel estaría siempre fresca, no tendría estas escamas, heridas, urticaria y rojeces, abuela. Mi piel no se parece en nada a ese río.
—Deberías aprender de él para que tus heridas se curen, mi reina —le responde la abuela mirándola con cariño.
—Lo siento, pero no puedo ver lo que me quieres decir, no te entiendo.
A Raquel se le está haciendo un nudo en la garganta. Tienes ganas de llorar, quiere entender qué le ha venido a decir su abuela. Tiene miedo de no aprovechar ese momento, de que se esfume y se quede frustrada y triste.
—Creo que el secreto para que se te cure la piel está en que aprendas de la flexibilidad del río — dice la abuela mientras le acaricia la mano.
—La flexibilidad de río… —repite Raquel.
—El río alcanza su meta porque aprendió a contornear los obstáculos.
Raquel siente un apretujón en el pecho y las lágrimas brotan sin vergüenzas.
—¡Ay, abuela! ¿Y la meta del río cual es? ¿Llegar al mar? ¿Para qué? Para desaparecer, para morir en el mar. Después de salvar tanto obstáculo, después de tanto esfuerzo, ir a morir al mar, dónde ya no eres nada, solo eres un poco más de agua. Te quitan hasta la esencia, te vuelves sal y eso también escocerá.
—No cariño, entonces el río también será el mar. Entonces tú también serás el propio océano, rico e inmenso. A veces te sentirás en calma y a veces tormentosa, embravecida y siempre grandiosa.
Raquel abraza a su pequeña abuela durante un buen rato. Un abrazo de esos largos que sanan. Siente que su pecho se afloja y su cuerpo se relaja.
Despertó tumbada en la hierba con los pies todavía metidos en el agua. Contenta por haber podido estar con su abuela y con menos desasosiego existencial.
—Es mejor viajar con esperanza que llegar —le dice al río en voz alta.
O a ella misma que para el caso es lo mismo porque para entonces Raquel ya era aquella corriente fresca, alegre, abundante y despreocupada.
Saludos Insurgentes