Mario Pavón

«Recuerdos de una noche de un verano»

1000 palabras
8 minutos
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Historia romántica: Una luna brillante, una estrella fugaz, dos personas compartiendo confidencias en la quietud de la noche. ¿Cómo evoluciona este amor bajo la manta de estrellas?
El año que veraneamos en el pueblo del abuelo fue el año que cumplí trece años. Lo recuerdo bien porque mamá murió y me regalaron un mp3. A cualquier chaval le habría encantado, poder tener tanta música al alcance de mi mano. Pero yo era más feliz con mi viejo Discman cascado.
Entre mi padre clínicamente deprimido y que yo pasaba por la típica fase del preadolescente inmaduro y egocéntrico, era a mi hermana a la que le tocaba tirar de todos. Y el resto de la familia tampoco nos ayudaba.
Imagino que por eso fuimos de veraneo a la casa del abuelo. Nos venía bien salir de la ciudad, respirar aire limpio y alejarnos de recuerdos.
Es un pueblo como otros perdido en una provincia interior, una mancha minúscula dentro de un secarral enorme salpicado de manchas minúsculas. Te diría el nombre, pero lo olvidarías antes de escucharlo. Ese típico pueblo que la media de edad se situaba en los sesenta años y la densidad de población bajaba a medida que los ancianos morían y los jóvenes emigraban.
En definitiva, no el sitio que elegiría para veranear un chico de trece años.

Al principio apenas salía de casa. No soy un chico sociable, al contrario que mi hermana, que al bajarse del coche ya tenía amigas íntimas. Mis días se basaban en tirarme viendo la tele y observar a mi padre emborracharse a escondidas. Así fui perdiendo el verano.
Hasta que mi hermana, harta de mí, me arrastró a la calle y me obligó a ir con ella a la piscina que justo abría ese día. Que no podía volver a la ciudad más blanco de lo que había llegado, decía.
Al menos, antes del secuestro fui capaz de coger el Discman, así que, tras un remojón por compromiso, me senté al borde de una piscina y me puse un disco de Estopa mientras observaba a señoras de mediana edad riéndose escandalosamente salpicándose entre ellas.
- ¡Hala, un Discman!
Un chico se sentó a mi lado, sobresaltándome. Era más o menos de mi edad, flacucho y con gafas. Estaba tan blanco como yo, y tenía la cara de quién aun siendo amable y agradable no era capaz ni de tener ni conservar muchos amigos.
-Yo quiero uno, pero no me lo compran…
- ¡Mira, unos mariquitas!
A nuestra espalda sin darnos cuenta se nos habían colocado tres muchachos, el Comité Matones Locales, con su cabecilla al frente, un chaval musculoso más tostado que moreno y la sonrisa del que se sabe cruel. Me puse de pie para hacerle frente y sin variar su sonrisa me pegó tal empujón que me hizo volar al centro de la piscina. Me hundí hasta el fondo, lleno de rabia, con mi orgullo herido e hirviendo de impotencia.
Salí como pude y con la cabeza baja me dirigí fuera del recinto, fingiendo no oír ni las risas de los jóvenes ni los suspiros escandalizados de las señoras. Mi hermana, que lo vio todo, se levantó corriendo de la toalla y fue detrás de mí, llamándome, pero sin respuesta.
Ya en la calle, me senté en un bordillo para probar el Discman, que se había hundido conmigo en la piscina. Intenté encenderlo, apreté los botones,… Lo sacudí, le pegué, le grité. Nada. Estaba roto.
Mi hermana se sentó a mi lado, abrazándome.
- ¿El Discman de mamá?
-Sí.

El chico de gafas se llamaba Ramiro. Me contó que Tomás, el nombre del matón, y sus amigos se dedicaban a hacerle la vida imposible. No le preocupaba, ya que en unos años al fin se iría a estudiar fuera, y la gente como ellos acababan atrapados en el pueblo.
Menos mal que aquel verano conocí a Ramiro. Él fue el verdadero primer amigo que hice en la vida, y me ayudó a sobrellevar el estío, poder salir de esa nube negra que no dejaba de sobrevolar la casa del abuelo.
Esos días se llenaron de aventuras, explorábamos los campos, jugábamos a videojuegos, nos bañábamos en la piscina y huíamos por las calles de Tomás y sus compinches. Y llegó el final del verano.
Recuerdo el último día, antes de marcharnos, estaba tumbado en el salón. No le había dicho nada a Ramiro, estaba dispuesto a marcharme sin despedirme. De pronto, una bola de papel entró volando por la ventana, aunque el remitente huyó antes de poder asomarme. En la hoja había una frase escrita:
“A medianoche en las pistas abandonadas. Ven solo”
Pobre Ramiro. Habría descubierto que nos marchábamos, y decidí no faltar a la cita.

A las afueras había un campo de fútbol que la naturaleza había reclamado. La luna me dejó ver una figura sentada en el centro, a la que me acerqué sonriente. Pero cuando se dio la vuelta al oír mis pasos, se me heló la sangre en las venas. No era Ramiro.
Era Tomás.
-Mariquita, ¿no te despides?
Llevaba una piedra. Nunca me había peleado, ni he vuelto a hacerlo, pero en ese momento todos mis nervios se pusieron alerta. Instinto de supervivencia.
Me abalancé sobre él, sorprendiéndole. Me tiró la piedra, abriéndome un tajo en la frente que empezó a manar sangre, pero en ese momento no me importó. Quería matarle.
No recuerdo realmente como se desarrolló la pelea, solo flashes. Recuerdo que pataleé, golpeé, empujé, mordí. Y no sé cómo, me descubrí encima de él, dominándole.
Recuerdo que tenía agarrado sus brazos por las muñecas.
Recuerdo a los dos respirando agitadamente, exhaustos, mirándonos.
Recuerdo la luna reflejándose en sus ojos.
Pero no recuerdo quién besó primero.

Volvimos al pueblo antes del amanecer. Recorrimos el camino en silencio, sin atrevernos a pronunciar palabra. Cuando llegamos a mi puerta, nos detuvimos, callados, Tomás la mirada fija al suelo.
-Siento lo de tu Discman -acertó a decir.
-No pasa nada.
Aún sin mirarme, levantó la mano y me acarició la herida, ya cerrada, con cariño. Entonces se dio la vuelta y se marchó, a su casa, me quedé observándole hasta que desapareció tras una esquina.
Mario Pavón
Miembro desde hace 2 años.
12 historias publicadas.

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elinsurgentecalleja
04 ago, 01:50 h
Relato lleno de ternura, incertidumbre y empatía, incluso algo reivindicativo.
Me ha gustado mucho su giro final!
Saludos Insurgentes
Mikel M
04 ago, 04:52 h
Muy buena historia, Mario. Te metes fácilmente en ella gracias a la cotidianidad y la nostalgia.
¡Enhorabuena!
Mila Clemente
05 ago, 00:24 h
Me ha enganchado de principio a fin. Una historia interesante.
Un saludo.
Carmen Fernandez Mayoralas
17 ago, 10:46 h
Muy bien relatada, es tal cual un pueblo que va perdiendo vida.
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