Eres mi cordero; llevas mi cruz.
Ahora soy escritor y plasmo estas líneas con tinta sobre papel para no olvidarme, pero antes, cuando yo era más joven y todavía soñaba con ser el mejor, cuando no me asustaba el fracaso ni las ganas de verte, salía, como todas las tardes, a pintar cuadros en el bulevar.
Era mi afición, me entretenía, una cápsula de escape para un mundo triste. No cobraba nada, pero la gente era generosa y me daba dinero, supongo que por pintarles, lo mejor que podía, la coraza que cubría sus rostros, que denotaba alegría, amor, y que escondía sus penas. Nadie quiere salir feo en un retrato, ¿verdad?, es para toda la vida.
Yo también tengo mi coraza, era de metal industrial y miel, aunque siempre tuve claro que nunca tapaba los ojos. Estos te decían cómo eran las personas sin lugar a dudas. Los míos eran tristes y solitarios, aunque llenos de ilusión, querían querer y ser queridos.
A los ojos les oprimen las corazas.
Una tarde vi a una chica de mi edad. Ojos verdes, ojos grises. Quería que le hiciera un retrato. Su máscara, sus ojos. Se sentó delante de mí y sacó una fotografía de su bolso. Era de un hombre de unos sesenta años con el pelo blanco y gestos inexpresivos. Se la puso delante de su cara y me dijo:
- Quiero que dibujes exactamente lo que ves.
Así lo hice, sin hacer muchas preguntas, aunque francamente confundido. Tras dos horas y cuarto de tarea, alternada con pequeños descansos, el resultado fue: medio cuerpo de la mujer más bella, el bulevar y los edificios de fondo, y una coraza en su rostro que cubría hasta los ojos. Cuando acabamos, guardó su fotografía, se acercó a mí, y me dijo:
- Llevo observándote, sin que te des cuenta, muchas tardes de otoño, y creo que siento algo por ti. Quédate el cuadro que acabas de pintar, y con el paso del tiempo, si las ganas de saber quién es la persona que hay detrás de la fotografía son mayores que las de saber quién hay delante, puede que surja algo entre nosotros.
No dijo mucho más, y se fue.
Desde entonces no volví a pintar cuadros. Me puse a hacer tatuajes, necesitaba un contacto más cercano con los clientes. Tocar su coraza.
Me he desquiciado todo este tiempo pensando quién era esa chica, y si la volvería a ver; qué significaba lo que hizo, y lo que dijo. Y ahora, creo que lo he descubierto.
Dicen que cuando tatúas a alguien, eres poseedor de la persona tatuada, porque lleva tu marca y es para toda la vida. Te pertenece. Pero, ¿qué pasaría si el tatuado no quiere pertenecer al rebaño, y mata a todos sus pastores cobrando como trofeo los tatuajes que le hicieron? veinte tatuajes en su piel, veinte pastores muertos.
Hace tres días vino una chica de mi edad. Ojos verdes, ojos grises. Quería que le hiciera un tatuaje en el pecho. Esta vez no usó máscaras, sus ojos me decían todo sobre ella. Y como de costumbre, así lo hice, sin hacer muchas preguntas. Monté la pistola, preparé la tinta y las agujas esterilizadas, y me puse manos a la obra. Pero esta vez, ella cambió su versión...
Le hice un ojo bien abierto, con nervios exageradamente grandes por encima y debajo del mismo. Luego me sorprendió pidiéndome la máquina para hacerse ella el otro. Tenía experiencia. Me quedé asombrado viendo que era exactamente igual al que yo le había hecho, a diferencia de la pupila, que era de un color diferente. Luego me cogió la mano y me preguntó si me dejaba hacer yo uno.
Tengo sesenta y cinco tatuajes en el cuerpo y le dije que no, pero mis ojos la dejaron. Me escribió, en el ángulo que forman la prolongación del pulgar y el índice, la palabra: “Recuérdate”.
Poco después se marchó.
Decidí, en un momento, no volver a tatuar nunca más. Me estaba volviendo loco.
Pasaría el resto de mi vida pensando en el significado de ese dibujo, en el significado de esta palabra...
Afortunadamente, hace dos días la vi en el periódico. Había sido hallada muerta en el bulevar, de madrugada, con un disparo en el pecho, entre los ojos. “La policía busca su relación con el asesino de tatuajes”.
Me estoy desquiciando.
Creo que esa persona me quería, pero no quería hacerme daño. Creo que usó una máscara que cubría hasta sus ojos cuando la retraté, para no tener que matarme. Y cuando la tatué no la llevaba, porque quería enseñarme quién era de verdad, qué decían sus ojos. Pero tenía que tatuarse ella misma para no hacerme daño, romper con su propia obsesión. Y al igual que el rebaño lleva la marca de su pastor, y el cristiano la cruz de su Dios, ella también me marcó a mí, para poseerme.
Me recuerdo.
No se si cortarme la mano o sacarme los ojos, ya no me dicen nada.
¿Quién soy yo?
Desconexión mental.
“Recuérdate”.
¿Quién soy yo?