Solíamos escuchar lo que sólo los mirlos son capaces, y quizá algunas salamandras junto al crepitar del fuego.
En la tardes de otoño, las hojas al ser pisadas por el egregor creaban toda una sinfonía que nos preparaba al ritual de luna llena, avisándonos de las aperturas en los elementales y como habría que proceder para depurar el lugar. Si sería mejor utilizar las hojas de laurel o directamente el palo santo y las gotas de rocio, esparcidas hacia las cuatro direcciones.
Sabíamos como el bosque reconoce y se comunica con el que sabe escuchar, y esta en total atención a sus mensajes. Él sabe de la particularidad que tiene la consciencia humana respecto a las otros reinos. Su capacidad de modificar la creación, transmutar las energías telúricas y ser vector tanto para el espíritu como hacia la materia, simplemente, por un acto de decisión.
Nunca nos consideramos especiales al compararnos con nuestras vecinas o familiares, simplemente emitíamos las frecuencias adecuadas en cada momento, y siempre, en relación a nuestro Ser profundo. Esa hoguera interior que diariamente necesita ser alimentada para no perder su luz y calor, y que tanto nos reconforta en las horas sombrías del invierno del corazón. A donde todos estamos llamados en diferentes momentos de nuestras vidas, poniendo a prueba nuestra fortalezas, creencias y praxis.
Arrastrándonos a la oscuridad más pesada o a la toma de consciencia más reveladora.
Y ahí justo me encontraba en este momento; presa, maniatada, dolorida, sometida a aquello que nunca reconocimos como mujeres libres y conscientes. Las leyes humanas y sus múltiples imperfecciones y distorsiones de la verdad.
Al cruzar la puerta hacia la ignominia, hice la presencia, ascendí por el tiempo vertical y me reuní en la hoguera con mi Amado.
Nadie pudo ser juzgado