Cuidado con lo que deseas, me decía el abuelo, porque podrías conseguirlo; una de esas frases impresas en un azucarillo refinado. El colmo es que yo no lo deseaba. Si hubiese sabido lo eficiente que era la agencia a la que confié mi manuscrito me lo habría pensado. Si hubiese supuesto, tan solo durante un instante, que mi obra iba a descollar en el universo literario habría utilizado un pseudónimo, y así poder ser una maldita incógnita cultural como lo es el callejero Banksy.
Sin embargo, ya no hay marcha atrás, excepto la alternativa de apearse en marcha, con unos plazos de extinción a demanda, desde la opción lenta a base de ingesta de alcohol, noche tras noche, desangrándome de soledad, hasta la posibilidad de lanzarme a las vías del suburbano y hacerme añicos, como quedarían las expectativas del vulgo acerca de mis próximas novelas.
Son las tres de la madrugada y aquí estoy, en una habitación de hotel tan lujosa como ajena, a pocas horas de mi siguiente rueda de prensa, la enésima, con la posterior firma de ejemplares. Quizás por esa idea, mi mano izquierda se aproxima a su opuesta, la envuelve y empieza a mecerla, para aliviarle la tendinitis con que ha sido ajusticiada por su complicidad con el mejor thriller del último cuarto de siglo. El movimiento oscilante y en cadencia calma que han empezado mis brazos es lo más cercano a la compasión. En el otro extremo está el asesino en serie de mi relato, sin ningún atisbo de misericordia, como tampoco la tiene toda esa gente a la que le importo un carajo, pero que es capaz de aguantar tres horas guardando turno para tener una falsa dedicatoria en la primera página de su libro, de mi puño y letra.
¿Qué costaría hacer un cuño de imprenta? Con mi caligrafía, pero un cuño. Si hace falta, en tinta dorada y rematado con un sello regio. Treinta cochinos euros bastarían para contentar a mi muñeca maltrecha.
Lo que daría por volver una semana a la casa del abuelo en el pueblo, donde me siguen llamando zagal aunque esté a punto de entrar en los cuarenta. Bien pensado, no soportaría ver a Tomás, que se empeñó en amargarme la adolescencia con su dosis diaria de collejas, convertido en un pelele adulándome por algo que ni siquiera habría leído. Su maltrato de antaño sería la píldora de realidad que ahora necesito.
Giro y giro en la inmensidad de la cama, busco en el techo respuestas y las sombras que dibuja la luz se confunden con los claroscuros de mi cabeza. ¿Habrá valido la pena invertir diez años para escribir este fenómeno?
Echo de menos las horas en el cementerio, escribiendo rodeado de gatos pulcramente sarnosos. La paz de aquel lugar, interrumpida por algún grupúsculo con lazos de sangre acompañando al féretro de turno, tiene todo que ver con lo que he conseguido.
¿Por qué no es compatible mi puesto de sepulturero con la faceta de escritor? No, no, no, me dice Marcos cada vez que saco el asunto. Yo sé lo que necesitas, sigue, para prosperar como he hecho con otros autores antes que tú. Estoy cansando de su actitud condescendiente, con sus palmadas abrasadoras al hombro y una mirada de confianza impostada. He llegado a pensar que mi persona es una traba para sus planes, no los míos, y que se ha subido al vagón de la codicia alimentada por la creación de un producto que debo interpretar.
Desde hace un tiempo, en el estómago vengo notando unos atadillos, como después de tomar varios cafés cargados. Ahora que me acuerdo, tengo esa incomodidad desde el día que estampé mi firma en el contrato con la editorial. Cuatro libros en seis años. A eso me comprometía. En ese momento sabía que era irreal llegar al objetivo, pero veía el dinero pasar a espuertas, escuchando salvas al nuevo rey, y la inercia pilotó durante unas semanas. Firmé mi sentencia. Todos me tomaban de la mano, hablándome, distrayéndome, para que no pensara en lo que estaba sucediendo. Para cuando vi con claridad, ya tenía frente a mí un precipicio de obligaciones y mentiras.
Me planto frente al inodoro y escancio sin remilgos, derramando mi frustración por todas partes. Mascullo que se jodan como si la limpieza corriese a cargo de Marcos, la gente de la editorial y los que lamen el culo al personaje arcilloso que está naciendo dentro de mí como una parásita tenia.
Termino adecentando yo mismo el baño porque me asquea dejar mis miserias a la vista y acudo al minibar buscando cualquier bebida blanca de graduación febril.
Me hundo en el sillón y los tragos relajan mi guardia. En esas, saco el móvil y mi pulgar se desliza como olisqueando algo. La memoria del cuerpo es sabia. Se detiene en la pantalla donde se lee Macarena. El dedo pasa por la foto como acariciándola. Al instante, lo sorprendo llamándola. Cuando mi voluntad recupera el mando cuelgo de inmediato. Mi corazón bombea como una locomotora a vapor. Fuerzo unas respiraciones largas y consigo relajarme, pero, de súbito, suena el teléfono. Tras unos segundos de indecisión, descuelgo.
—¿Hola?
—¿Eloy?
—…Um…Sí, soy yo. Veo que conservas mi número.
—Son las 4 de la mañana. ¿Ocurre algo?
— No te lo vas a creer, pero te he llamado sin querer. Estaba a oscuras y me he despistado. Te pido perdón.
—No pasa nada, tranquilo. Buenas noches.
—Buenas noches.
Noto mi piel rezumando vergüenza. Es la primera conversación que tengo con ella después de 18 años. Mi última novia. Mi única novia. Me voy al extranjero a vivir, soltó ella de camino a casa. Acabamos de hablar, tras tanto silencio, con el tiempo fingiendo haberse detenido, como si todo lo vivido, lo suyo y lo mío, por separado, no hubiese existido.
El dolor de la muñeca parece desvanecerse y caigo dormido. Durante el fugaz sueño hasta el cercano amanecer no hay ni rastro del abuelo con su saber edulcorado.
Sigue escribiendo por favor
Dando giros constantes a la historia, a veces la fama y el dinero no es la felicidad.
Mi enhorabuena!
Saludos Insurgentes.