En la mansión el jefe grita con cólera y rompe con un bastón todo lo que tiene por delante. Hay un coche en la puerta, esperando una orden, para salir corriendo sin mirar atrás. El televisor, en voz baja, da la noticia de la incautación de un barco con varias toneladas de cocaína. Es el fin.
En el barco, Mateo examina las huellas y recoge indicios que guarda en una pequeña bolsa de plástico. Enguantado y con un mono incómodo, es fácil de reconocer como un miembro de la policía científica. El chivatazo era bueno, piensa. El sonido de los helicópteros sobre el puerto le hace retroceder. Busca un hueco y saca un teléfono móvil.
En la mansión, el jefe escucha una vibración sobre la mesa y se abalanza para leer el mensaje. “Pruebas controladas, no hay indicios”. En ese momento resopla y ordena al chófer guardar el auto. Llama al contable y le ordena hacer un abono en la cuenta de Mateo. Con discreción.
En la celda, sin embargo, todo son nervios. El capitán y el contramaestre tienen el agua al cuello y le han dicho al comisario que están dispuestos a declarar. Lo mismo han afirmado los otros dos tripulantes, aún no identificados. El inspector Mateo tiene pruebas que inculpan a todos, sólo hay que tirar del hilo y llegar hasta su jefe. Pero la noche es larga y la mañana demasiado corta. Todos han amanecido colgados por el cuello con una sábana atada alrededor. Remordimientos, dijeron. O miedo. También.
Saludos Insurgentes