«Sangre, sudor y mocos»

Empecé a boxear con doce años. Por aquel entonces yo era un chaval gordito en un barrio donde ser un adolescente era una lucha diaria. Había droga, robos, navajazos. Era una época en la que, si crecías en un barrio como el nuestro, tenías buenas posibilidades de acabar muerto o en la cárcel antes de cumplir los veinte años. El boxeo me salvó la vida. Pronto descubrí que se me daba bien y empecé a entrenar a diario. Eso me mantenía lejos de todo lo que me rodeaba. Cuando mis amigos se pasaban la tarde fumando y bebiendo, yo estaba entrenando. Cuando dos de mis mejores colegas murieron en un accidente de coche volviendo de una discoteca a las siete de la mañana, yo estaba entrenando. Llegué a ganar el campeonato nacional y aunque por culpa del boxeo perdí parte de mi adolescencia, me rompí la nariz, la muñeca derecha y varias costillas, creo que si hoy soy un hombre libre y honrado, se lo debo todo a este deporte.

Fue por eso que decidí devolverle al boxeo lo que me había brindado en todos esos años. Así que me metí de okupa en un local vacío que era propiedad de un banco y monté un gimnasio. Ahora me dedico a entrenar chicos adolescentes que entran aquí estando perdidos y los ayudo dándole dos cosas que siempre le faltaron, una familia y un plan de futuro. Entre estas paredes sucias de sangre, sudor y mocos construyo pequeños campeones. Campeones en la vida antes que en el cuadrilátero. Les enseño el respeto, la disciplina, la constancia y el sacrificio. A veces algunos se pierden en el camino. Pero ayudar a otro ser humano a cambiar su vida, aunque solo sea uno, ya es algo que merece todo mi esfuerzo cada día.