Selva tenía gustos muy peculiares, eso era algo que todo el mundo sabía.
No era solo interés, sino una verdadera fascinación, un fanatismo exorbitado capaz de hacerle brillar la mirada y dibujar una sonrisa en su rostro.
No recordaba cuándo había sido la primera vez que había oído sobre la mitología griega, tampoco quién había compartido con ella esos relatos. Después de todo no era algo habitual, sino una preferencia que se escapaba de la regla. Desde Prometeo encadenado hasta un Orfeo impaciente, los dioses la habían acompañado desde su infancia. Sin nadie con quien compartir aquella pasión, fue una sorpresa descubrir el taller de Sandro y sus adeptos. Como ella, fanáticos de la mitología griega se conjuraban en el taller para pintar retazos fantásticos de sus escenas más salvajes.
Así fue como descubrió que no estaba sola, que bordeando aquel arte siempre aunado a lo eclesiástico, había un grupo de frikis encomendados a lo mitológico. Con ojos brillantes, Selva observaba cada tarde las pinturas nacer, y lentamente construir los torsos y rostros de los seres que, hasta entonces, vivían en su imaginación. Poco podía saber Selva que, años más tarde, y como suele suceder con la mayoría de tendencias inicialmente relegadas a los frikis, la furia mainstream acabaría atrapando las obras de Sandro y sus discípulos entre sus fauces.
El frikismo de Boticelli relegado finalmente al olvido.