Desde joven había visto mil vasos de vidrio estallar en pedazos al chocar con el suelo. Su padre, que abandonó a su madre para irse con un tal cáncer cuando él tenía unos doce años, siempre le dijo que podía dedicarse a lo que quisiese, y eso es lo que había decidido hacer. Tras crecer junto a una humilde biblioteca municipal, la soledad de sus compañeros se había visto sustituida por la compañía que todos aquellos libros le habían ofrecido.
Cuando alcanzó la adolescencia, paráfrasis de lo mala que puede ser una etapa en la vida, pudo ver como la gente que conocía se desviaba del camino establecido por culpa del alcohol, el sexo o las drogas. Aunque la conmoción por la muerte de Jesús Pérez Domínguez sacudió al municipio durante varios días, los jóvenes y algunos adultos, adictos a los malos hábitos, continuaron arrastrándose hacia el vacío de lo inevitable, contaminando a sus ojos la verdadera naturaleza humana.
De profundas convicciones religiosas, el pequeño Antonio Ortiz López, que ya medía casi un metro ochenta de estatura y pesaba unos noventa kilos de grasa, piel y huesos, recibió una misión mientras dormía. La voz, gritando en su cabeza durante varias noches seguidas e impidiéndolo dormir, le encomendó la salvación espiritual de los ciudadanos de su pequeño pueblo costero. Creyente como era tras seguir los pasos de su madre, que se aproximó al señor al quedarse viuda, no dudó: solamente podía tratarse de una orden divina.
Tras fracasar verbalmente y llevarse algún tortazo que otro, la única vía posible que encontró para salvar aquellas almas del fuego infernal era la literatura. De igual manera que a él lo había privado de los peores rincones del inframundo, la corrección de aquellos renglones torcidos podría darse sustituyendo sus artefactos del placer banal por libros. Para ello, necesitaba un plan, no podía seguir acumulando más fracasos. Analizó fríamente a sus objetivos y sus costumbres. Observó cómo actuaban en manada siguiendo al individuo más fuerte, uno que generalmente veían por televisión y a quien ni siquiera conocían.
Aquel obstáculo se le antojaba difícil de saltar. Él no era famoso, como mucho, impopular. Los dueños de los comercios locales eran amables con él únicamente por ser su cliente, y los demás habitantes del lugar lo insultaban cuando pasaba. “Por ahí va el rarito”, “vete a rezarle a tu madre que poco tiene de virgen”, “no me extraña que tu padre se muriese”. Daba igual, todos sus nombres habían sido anotados en un pequeño cuaderno de bolsillo donde Antonio daba rienda suelta a las ideas para sus escritos. Primero se encontraban todos los pecadores de forma desorganizada; después, ordenados por categorías en base a la vida que llevaban y a cómo lo habían tratado.
Como en todo proyecto que quisiese alcanzar un éxito notable, se vio obligado a establecer un plazo. Debido a la exactitud de su plan no existía opción a ser flexible. Tenía que ceñirse a él al pie de la letra, y nunca mejor dicho. Siete años era el tiempo establecido, uno por cada día que el señor tardó en construir la Tierra y a todos los seres que en ella habitan. Uno por cada pecado. Su obra magna sería recordada por los siglos de los siglos, quizá incluso incorporada al nuevo testamento como el contemporáneo profeta que era. Su ego le llevó a rivalizar con la mesiánica figura, pero sabía que eso estaba mal. Muy mal.
El primer año decidió autopublicarse. Su novela hablaba sobre un niño que sufría cáncer y su padre le contaba historias para ayudarlo a enfrentarse a la enfermedad, hasta que, finalmente, lo apuñaló para que no sufriese. Había cometido varios errores en la narración, pero fue suficiente como para que la gente comenzase a mirarlo únicamente con desconfianza, reduciendo las connotaciones negativas que se dirigía a su persona. Estaba orgulloso, se había ceñido a la palabra de Dios y sus actos estaban dando sus frutos.
A aquella primera novela la siguió una segunda que hablaba sobre una catástrofe en un zoo, y luego otra sobre un periodista perdido en el desierto que acababa quitándose los ojos para no sufrir más espejismos. El carácter violento y escatológico de sus obras había llamado la atención de varias pequeñas editoriales, ya que el morbo había sido un ingrediente preciso para que tuviera una pequeña acogida en el lector medio. Antonio siguió su plan hasta terminar su última publicación el sexto año, y al igual que su superior en aquel oficio de divina índole, decidió descansar durante el séptimo ciclo. No pensaba tocar un bolígrafo ni teclear una sola vez más con la intención de inventar un nuevo arco narrativo. Ahora le aguardaba la inmortalidad, el ascenso al reino de los cielos una vez completado su propósito.
Uno a uno, Antonio Ortiz López revisó los seis primeros nombres anotados en su cuaderno. Era gente de mediana edad, la mayoría macarras del pueblo y mujeres que hacían lo que fuese con tal de llevarse un poco de polvo a la nariz. Tenía que purificarlos, y tal y como había hecho en sus novelas, comenzó a emular uno a uno los crímenes llevados a cabo por todos los villanos. Al hijo de Marcos Encina lo apuñaló en un callejón a la salida de la escuela, deleitándose con los gritos de gorrino del regordete chaval mientras le decía orgulloso que acababa de salvar a su padre. A Ana Cosío la devoró como la pantera de Safari humano, y con cada bocado que daba, más se autoconvencía de que estaba consumiendo el cuerpo de cristo. Uno tras uno fue quitando la vida a aquellos pecadores mientras la policía no hallaba ninguna relación entre los crímenes.
Finalmente, cargó el viejo revólver de su padre y se disparó en la sien. Cuando los medios encontraron su cadáver, una carta de despedida junto al ahora conocido “mimo asesino” dejaba constancia de su plan, sintiéndose realizado de haber concienciado a la población acerca del peligro de los susurros de Satanás.