La agarré con fuerza, pegándola a mi costado, y comencé a ascender la montaña, mientras veía cómo a lo lejos la cima se alzaba majestuosa, pero también cauta; como pidiéndome perdón por colarse entre mis pupilas de aquella forma tan genuina. Continué caminando mientras esquivaba piedras fijas y algunas traviesas.
Pero aquel suelo comenzó a torcernos el gesto, volviéndose cada vez más abrupto, y haciendo que la pendiente se inclinara por momentos, mientras yo seguía sosteniéndola con ímpetu sobre mi costado. La pendiente acabó imponiendo su ley, haciendo que chocara una y otra vez contra el suelo, e impidiéndome avanzar. La coloqué sobre mi espalda y, encorvándome, me preparé para recorrer el último tramo de la montaña. El sudor caía por mi frente para desvanecerse en el suelo instantes después, mientras yo comenzaba a sentir mi espalda ensangrentada y mi aliento desacompasado. Estaba exhausto. Un último impulso hizo que pudiera llegar hasta la cima sin desfallecer. El esfuerzo había valido la pena.
La bajé de mi espalda, la coloqué sobre la superficie más llana, y la abrí. Cada vez estaba más cerca. Puse aquella desgastada suela sobre el primer peldaño, para subir con cuidado uno tras otro, sin apenas ayudarme de las manos. Pude llegar hasta el último, manteniendo el equilibrio a duras penas. Al instante cerré los ojos, alcé los brazos y te ofrecí mi abrazo.
—Eres el marido de Beatriz, ¿verdad?
—Sí, soy yo. ¿Qué le ocurre, doctor?
—Cáncer. De verdad que lo siento. Haremos todo lo posible por ayudarla.
Cuando abras esta carta, sabrás que lo único que tienes que hacer es sentarte en el borde de la nube, cerrar los ojos y mirar hacia abajo. Me verás sobre una escalera, tratando de acercarme a ti. El resto ya no depende de nosotros; solo del tiempo.


Saludos Insurgentes