El panel no mostraba todavía el número del vuelo cuando Lucía llegó al aeropuerto, así que decidió sentarse en una de las butacas más próximas a esperar. Sus amigas siempre le habían echado una no tan merecida fama de tardona, aunque nunca faltaba a sus citas. Viendo a los viajeros que andaban precipitadamente por los pasillos, se acordaba de ellas. Sentía una mezcla entre nostalgia y alegría.
Desde que salió de su pequeño pueblo para probar suerte en Irlanda, habían pasado nada menos que tres años. Decidió dar el paso e irse sola, más allá de la anticuada capital de provincia, e incluso más allá de Madrid o Barcelona, donde temía que se encontraría con el mismo bloqueo laboral y vital que sufría en su pueblo. Un conocido le había hablado de las bondades sociales y económicas de aquella tierra, y no dudó ni un segundo en romper con la vida inmóvil e inerte que llevaba.
En sus primeros meses entendió que era una emigrante, y que emocionalmente iba a tener que ser fuerte para aguantar la distancia, la falta de referentes culturales, la barrera idiomática y el hecho de empezar desde cero. Lucía pronto sintió que aquel lugar de paredes enmohecidas y cielo grisáceo no era el suyo, pero se propuso que conseguiría lo prometido: aprender inglés, estudiar en su tiempo libre y encontrar un trabajo con el que sufragar sus exiguos gastos, todo por mejorar su currículo de cara a tener la tan deseada oportunidad.
Tras largas y tediosas noches frente a la pantalla de su portátil escudriñando los portales de empleo, un email anunció el día: había sido seleccionada. Sector turístico, en la vieja ciudad provincial, pero cerca de casa, cerca de los suyos. A primera hora de una inusualmente soleada mañana, Lucía sobrevolaba el Atlántico. Volvía.
Saludos Insurgentes