Siempre he sentido una inclinación por comprender a las personas equivocadas. Parece que cuanto más me dañan, más quiero darles la duda, más quiero amarlas. Familia, amigos, pareja… siempre me rodeaba de personas hambrientas de mí que querían destrozarme a pedazos.
Supongo que era justo, al fin y al cabo, yo hacía lo mismo.
Saberlo, entender que estaba mal, no lo hacía menos verdadero. Mi corazón seguía latiendo por esas personas equivocadas, y aunque hubiesen pasado treinta años desde la última vez que había visto su mirada, seguía provocándome escalofríos.
Había rehecho mi vida, me decía a mí misma, me había convertido en una mujer que podía amar a la persona correcta, que podía ser la persona correcta. Puede que no hubiese escalofríos ni taquicardia, pero sí cariño y calidez. Sí había una familia y un apoyo, eso tendría que ser suficiente, ¿cierto?
Treinta años sin verle, treinta malditos años para olvidarme de todo el desprecio y el rechazo. Puede que nunca me dijera que no, puede que siempre me devolviese los besos y las sonrisas, pero hay una clase de rechazo que es incluso peor, ese en el que sientes la indiferencia en su boca y no hace falta que diga tu nombre para entender que no significaba nada para él.
- Te ves bien. – dijo después de unos momentos de silencio. No dije nada, siempre había sido él quien dirigía – Hace mucho tiempo.
Sentí el juego en su voz, enredándose grave y sugerente. Porque ese siempre había sido su juego, entregarme su cuerpo sin darme su alma, coger la mía y hacer lo que quisiese con ella.
Mi familia. Mis hijos, mi marido… no merecían esto. Ellos me querían. Pero, ¿yo les quería lo suficiente?
Supuse que no, sino no habría aceptado venir. Había sido mi decisión.
Saludos
Magnífica historia compañera!
Saludos Insurgentes