El reloj marcaba las tres y cuarto cuando el sonido de unos arañazos se colaron en la madera de roble de la casa de los Morris. Madison se desveló y bajó las escaleras llevando sus pies desnudos hasta llegar al recibidor de la casa. Los rasguños no cesaban. Ras, ras, ras.
Con los ojos rendidos, abrió la puerta con el fin de atrapar al culpable de ese agonizante ruido nocturno. Descubrió a un gato que, con el sonido de apertura de la puerta, inclinó ligeramente la cabeza hacia el suelo, evidenciando su sumisión. Aprovechando la luz artificial, sus ojos comenzaron a desvanecerse de la neblina de Morfeo. Guiada por la curiosidad, se agachó para acariciar al felino. Era un siamés. Tenía las costillas marcadas, muy marcadas y unas orejas tan puntiagudas que parecía que cortaban el aire. Cuando el gato dirigió la mirada a Madison, el suelo de madera se llenó de suspiros agonizantes. No encontraba explicación a lo que había visto. El gato tenía seis ojos colmados de completa oscuridad, contaba con manos y pies humanos y su cola era un largo ciempiés que no pausaba el movimiento de sus patas. Los músculos de Madison se tensaron, su cuerpo se llenó de sudor y no lograba controlar las palpitaciones de su frágil corazón.
El gato abandonó la vivienda y ella estrechó sus pasos. Notaba la tierra, húmeda, colándose entre sus dedos y las ramas hincándose en la planta de sus pies. ¿Qué era ese gato? ¿Por qué había elegido su casa para arañar la puerta?
Hacía frío y el ambiente se llenaba de vaho. Tras ella escuchó cómo crujía una rama. La había pisado una mujer, una mujer desnuda. Clavó su mirada en su tez blanca y desnuda, protagonizada por sus curvas y sus firmes pechos. Recorrió su figura hasta llegar a la sangre que, densamente, se deslizaba desde la sien hasta sus clavículas. Sin embargo, cuando sus miradas se cruzaron, la mujer deslizó sus afiladas uñas hasta su corazón, abriéndose y dejando descubrir un cuerpo de ceniza. Abandonó el cuerpo, dejando ver su verdadero yo: un cuerpo consumido en cenizas y huesos puntiagudos. Tenía unas garras descomunales y con un zarpazo… Zas. La sangre de Madison tiñó de rojo las hojas secas del bosque.
Con sus garras abrió el cuerpo. La sangre se deslizaba desde sus dedos por todo su antebrazo. Se la comió. Se comió sus sesos llenándose la boca de sangre y cuando llegó al corazón…
Lo sostuvo.
Lo admiró.
Lo rasgó y bebió de él.
El cadáver gris reencarnó en Madison y el gato la guio hasta la vivienda de los Morris. Tocó con sus nuevas delicadas manos el apellido grabado en relieve de la puerta. Cuando entró, subió las escaleras ensuciándolas de barro y sangre y se quedó plácida observando desde la puerta, los cuerpos que habitaría. Todo lo que necesitaba era hacer vibrar su paladar con la sangre densa que bombeaban sus frágiles corazones.
Saludos Insurgentes