Cuidarse lleva tiempo. El tiempo que a veces maldecimos no tener. Ridículo niña, el tiempo no se tiene, se es tiempo mientras se vive. Decía mi abuela. Lo recalcaba una y otra vez. Una y de nuevo, más veces. Por entonces, yo era pequeña, ni tan siquiera había rozada la pubertad, sonreía cuando oía a mi abuela decir aquellas cosas. Simplemente, me encantaba que le llevara la contraria a todos y que alardeara de saber verdades que el resto ni había osado imaginar.
Con lo que considero media vida recorrida, sigo recordando su mantra. Somos tiempo mientras vivimos. Somos mientras vivimos. Somos. Con estas palabras me despierto cada mañana, con las mismas me deseo las buenas noches bajo las sábanas. Y entre inicio y cierre, me voy encontrando con rituales sagrados: yoga, agradecimiento, meditación.
Las mañanas arrancan con un desayuno lento en el que cada elemento es esencial como si de una ceremonia se tratase. El té se infusiona con calma, mientras las tostadas se hacen lentamente y yo vuelco avena y yogur en un bol acompañados de una cucharada de miel. El trayecto de la cocina al comedor es parte de la celebración.
La tarde, a la vuelta del trabajo, es tediosa, pero con el repetir de los días, he descubierto el valor de agradecer y apreciar aquello que me hace bien. Antes, terminaba tan exhausta que el cansancio se convertía en enfado, resultado de la tensión contenida. Ahora, agradezco tres cosas, pienso en un detalle especial del día y en algo que podría hacer para sentirme mejor.
La noche me pide introspección y aquí es cuando me concedo el placer de meditar. Sentarse sin ninguna expectativa es el mayor reto al que me he enfrentado jamás. Los sentidos, mi respiración y yo. Uno.
Los giros del relato son maravillosos y la final brutal.
Saludos Insurgentes