«Tormenta de verano»

El clap!de la pitillera al cerrarse. El tintineo de las llaves en el bolsillo. El chas!del mechero. Sonidos que se perdieron ante el imponente trueno que sonó en la tarde. La atmósfera estival parecía haberse cargado de ozono y se olía el petricor.
Petricor, decían que se llamaba. Para ella siempre sería olor que presagiaba la lluvia, mezcla de tierra mojada y pasto recién cortado. Ahora siempre recordaba esa palabra rara que le hacía pensar en un sarpullido.
 
Todos los sonidos se habían silenciado ante la inminente tormenta. Los primeros rayos sonaron lejanos, como tambores aborígenes. Cuando sonó el primero sobre su cabeza, algunas gotas gordas empezaron a caer  anunciando un aguacero.
Le gustaba caminar bajo la lluvia, sobre todo en verano, pero una tormenta era diferente. Había otro tipo de magia en la atmósfera. Algo sobrecogedor en ese cielo gris azulado donde se dibujaban claramente los rítmicos haces de luz blanca.
Miraba hacia el norte mientras avanzaba por la vacía calleja que llevaba al puerto de pescadores. Era el lugar elegido cuando tenía que pensar demasiado en algo. Pero esta vez, la tormenta atentaba contra sus planes.
Decidió seguir aunque luego tuviera que refugiarse en el atestado bar del puerto.
Había regresado a su pueblo natal luego de muchos años con la esperanza de que esas vacaciones le ayudaran a resolver su situación pero hasta ahora no estaba resultando.
 
Ya se podía escuchar el mar. Todavía no se veía pero se escuchaba claramente el golpeteo de las irasibles olas contra el muro de contención de la ría. Cuando por fin llegó, el espectáculo no la decepcionó. El mar era una fiera. Un titán escapado luchando a muerte contra Zeus. Daba gusto verlo. Olerlo. Saborearlo en el viento.

De repente lo supo. La respuesta siempre había estado ahí.