Languidecía la tarde más hermosa del mes de marzo, bajo un horizonte rosáceo que vestía a juego con los pequeños pétalos de las flores que engalanaban los almendros desnudos que nos acompañaban, tras un largo y extremo invierno.
Sentados sobre la verde hierba que nacía, esbelta y viva, contemplábamos cómo el sol se deshacía entre una ligera bruma y la inmensidad del océano. La brisa del viento endulzaba con su aroma y adornaba de fragancia el aire que llenaba nuestros pulmones. Mientras tanto, tu mano sobre la mía y tu rostro sobre mi hombro hacían presagiar el comienzo de una noche de amor sincero que, muy probablemente, no moriría hasta bien entrado el amanecer.
Me giré hacia ti y, al observar tu rostro, descubrí algo que no había visto hasta entonces. Me mirabas envuelta en un resplandor especial. Tus pequeños ojos verdes reflejaban el brillo de los últimos rayos de sol ocultándose en el horizonte y, tu sonrisa verdadera, transmitía una felicidad, tan pura, que tentaba a mis propios labios a fundirse con los tuyos en ese beso infinito que pusiera nombre a los sentimientos que ambos albergábamos en nuestro interior.
Pronto tuve claro que debiste pensar lo mismo que yo aunque es más obvio aún que tuviste el valor que a mí me faltó para dar el primer paso. Antes de que pudiera darme cuenta, la ternura de tus mimos recorría ya cada uno de mis sentidos, irradiando una fuerza y una energía sobrecogedoras. Disfruté de aquel primer contacto con tu boca infinitamente más de lo que lo había hecho con otras tantas en el pasado y me prometí a mí mismo que nunca más trataría de buscar ningún otro beso apasionado en ningún lugar distinto de tus labios.
Enhorabuena.
Saludos Insurgentes