Estoy en una mesa frente a mi amada, con ocasión de San Valentín y, en un momento de silencio, recuerdo la última conversación celestial con mi superior:
—Nos alarma la cantidad de parejas que se extinguen. Debes poner más de tu parte para cortar la tendencia actual.
—Lo sé, jefe. Sin ánimo de eludir mi responsabilidad, nos advirtieron que las fuerzas oscuras se empeñarían en aniquilar el amor. Esto me supera en potencia.
—Eres poderoso, Cupido, pero me temo que lo has olvidado.
—Pero…
—Ya está decidido. Vas a encarnar para recordar y muy poco después volverás con nosotros para seguir tu labor.
Y aquí estoy, tras seis años con ella, sufriendo una soterrada crisis de pareja. Siento que no le soy suficiente, pero ella tiende a distraerse con banalidades. ¿Quizás no quiera reconocer la verdad? No dejo de sonreírla, ¡cómo me adora! Moriría por ella ahora mismo, pero hay algo que limita nuestra relación. No digo nada, aunque puedo, porque lo estropearía todo; generaría más confusión. Tras un bocado, habla:
—No veo el momento de enseñarte tu regalo. Además, como imaginaba que tú no podrías ir a por uno para mí, me he comprado un caprichito. Apunta otro en tu lista de deudas —susurra con gesto pícaro.
En el segundo plato, no se aguanta y, redoblando con la boca, mete la mano en el bolso muy despacio.
—A ver qué tengo aquí… —dice hasta que saca un objeto esférico—. Si lo quieres vas a tener que acercarte.
Está juguetona; lo capto enseguida. Salto de la silla y me pongo a su lado ágilmente. Ella envuelve mi cara con ambas manos y me da un beso almibarado en la frente. De improviso, grita:
—¡Ve a por él!
Corro, lo agarro y se lo devuelvo en un segundo, jadeando.
—Buen chico.
Saludos Insurgentes