«Un soborno inadecuado»

Una parte de mí se quedó en el aula de dos años, junto a mocosos que lo revolvían todo, como quien saquea una tienda de juguetes sin dueño. No había pupitres, pero sí cojines tirados por el suelo, tizas de colores, marionetas y bloques de madera con los que jugar. Mi hija ya sabía jugar. A un colegio se iba a aprender lo contrario, deduje. A desaprender a ser un niño, quizá. Cierto es que mi pequeña apenas sabía hablar, y mucho menos escribir, pero nunca le hizo falta porque nos entendíamos a la perfección. Su inteligencia emocional, preciosa e intacta, formada con cuidado y afecto constante por mí parte, sufriría su primer azote, brusco y violento, en cuanto la abandonase en aquel lugar. Como si de pronto no la quisiese. ¿Cómo sabe un niño, por mucho que se lo repitas, que volverás a buscarle?

No nos soltamos la mano en ningún momento. Miré al resto de niños con desdén, y a sus fríos progenitores, también. Para ellos, aquel lugar era un almacén, un parking de pequeñas personitas. El timbrazo con el que dio comienzo la clase me aceleró el pulso, tanto, que agarré sus deditos con una fuerza extrema. ¡Menudo dolor para los dos!

Ella me dijo, a su modo, que tenía que entrar. Señalando a una profesora con globos. ¡Qué injusticia! Eso era un soborno inadecuado. Finalmente me fui, pero incompleto. Parte de mí se quedó en el aula. Pensaba que sería al revés, pero finalmente fui consciente, de que era yo quien dependía, de un modo enfermizo, de su ser.