«Una fuga eterna»

Por un momento me he visto en ese piso de estudiantes decorado con muebles viejos de descarte y que no tenía ni una ventana a la calle. Ese piso que, como bien recalcaste, estaría solo todo el fin de semana.
Sin esforzarme demasiado puedo recordar el tintineo de las cervezas en una bolsa mientras subíamos las escaleras, yo detrás de ti. Tú seguro, como siempre, con una confianza desbordante. Yo no queriendo quedarme callado, para que no se me saliera el miedo por la boca. A cada escalón los latidos se atropellaban más.
Aproveché que fuiste a por vasos para sentarme en un sillón, así no te daba opción a que te pusieras a mi lado. Y seguí hablando mientras tú, con una torpeza que no te conocía, encendías una cachimba que ambos fumamos sin admitir que sabía a rayos.
El frío, raro compañero en estas tierras, campaba a sus anchas por el piso, así que usaste la manta como red para atraparme junto a ti. Luego vino el roce de rodillas, un par de miraras intensas y... ¡Corrí!
Escaleras abajo, tras dar una excusa que ni yo creí para irme de tu casa, me preguntaba el porqué de mi actitud. Me iba, aunque siempre había querido quedarme. Me alejaba, aunque siempre había querido estar cerca.
Desde ese día he huido de camas calientes, de besos y abrazos y he corrido por muchas otras calles, a plena luz del día y durante las noches más oscuras.

Da igual lo que intente, lo que me lamente, lo que recuerde. Siempre me alcanza el miedo...