Esmeralda Fleitas

«Veintiocho de agosto»

944 palabras
7 minutos
28 lecturas
Historia romántica: Una luna brillante, una estrella fugaz, dos personas compartiendo confidencias en la quietud de la noche. ¿Cómo evoluciona este amor bajo la manta de estrellas?
La noche que lo conocí era muy parecida a esta, con una oscuridad tan profunda que el brillo de la luna y las estrellas adquiría más valor que de costumbre. Era verano, ya casi rozábamos el mes de septiembre. Aunque esté siendo ambigua, la verdad es que podría decir con exactitud el día que era, y también la hora.

Esa misma mañana, mi hermana acababa de dar a luz y mi mente solo las tenía presente a ella y a mi sobrina, solo se enfocaba en lo bonito que prometían ser los próximos meses viendo crecer a alguien que ya nunca se marcharía. Por eso, me alejé del barullo de la fiesta de despedida de Sara, mi mejor amiga, y llegué hasta una zona desierta de personas pero repleta de árboles y naturaleza. Se trataba de uno de esos lugares en los que puedes respirar sintiendo que lo haces de verdad, porque vaga un aire tan puro alrededor que te recompone por dentro.

Mi intención no era otra más que llamar a mi hermana para saber cómo se encontraban ambas, pero...

—No hay cobertura, eh —me sorprendió, de repente, una voz desconocida. —Lo digo para que no pierdas el tiempo, como yo.

Así fue cómo Mario apareció en mi vida. Minutos después, y no sé muy bien cómo ni por qué, le compartía que acababa de ser tía y él se limitó a escucharme con la atención de quien siempre ha estado esperando unas palabras parecidas a las mías. Saber escuchar, algo que, con el tiempo, aprendería de él.

—¿Y cómo se llama?
—Carlota —sonreí con orgullo. Esa fue la primera vez que pude derrochar el orgullo que sentía por mi sobrina y lo hice con una inmensa alegría, sin perder la oportunidad. —Nació con muchísimo pelo. Ahora es oscuro, pero creo que se le terminará aclarando con el tiempo. Todos somos rubios en la familia.
—Yo de pequeño era rubio también y mírame ahora.

El pelo de Mario era negro azabache. Un negro fuerte, brillante, casi podía mimetizarse con la negrura de la noche. Era prácticamente imposible imaginar su rostro con unos mechones de oro recubriendo toda su cabellera. ¡Menuda antítesis! Por eso, arrugué mi ceño y sonreí incrédula.

—¿De dónde eres? Ese acento no es de aquí...
—Del norte —analizó con cautela mi grandioso atuendo para combatir el frío. —Te veo tan abrigada que me causa bastante gracia. Para mí esta temperatura es un lujo.

Ante su comentario, abracé mi cuerpo, que lo había cubierto con un chaquetón rojo, y observé el suyo. A diferencia de mí, Mario llevaba unas bermudas azul marino y una camiseta de tiros cual guiri que acababa de aterrizar en la isla. Tenía el pelo húmedo, seguramente por haberse dado algún que otro chapuzón en la piscina en donde se celebraba la fiesta de Sara. Así de dispares pintábamos ser.

Un silencio cómodo pronto nos envolvió. Un silencio de esos que atesoras más que cualquier palabra. Un silencio en el que escuchas como nunca. Clavé la vista al cielo y comencé a contar los puntitos resplandecientes que las estrellas dejaban a su paso. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis...

—¿Qué pena, no? —preguntó Mario a mi lado, sacándome de mi ensimismamiento. —Que Sara se vaya tan lejos... Yo no sé si podría mudarme del norte algún día.
—Debe ser muy difícil, sí. Pero a ella le espera un futuro prometedor. Sara es fuerte, vibrante, va a saber sortear todo lo desagradable pueda ser la vida en algún momento. Estoy convencida de que así será. Y volverá, y nos contará las anécdotas que le quedan por vivir.

Mario asintió, sin perder la vista de mi rostro. Sentía el brillo de sus ojillos clavados en mí como el que nacía de las estrellas, que teñían cada vez más el negro del cielo. Al menos en lo de Sara parecía que Mario y yo estábamos de acuerdo.

Ahora, seis años más tarde, en una noche idéntica a la de aquella vez, Mario se ríe como siempre que recordamos que descubrió antes el nombre de mi sobrina que el mío. A mí, en cambio, me parece un detalle precioso. Quizá, por eso, Carlota siempre ha tenido mucha importancia en nuestra historia.

Ahora, Mario vive en el sur, conmigo, con mi sobrina, con mi familia, que también es la suya.
Mario ha comenzado a abrigarse cuando corre una ligera brisa y no solo cuando el frío ataca con crueldad, como sucede en el norte.
Y Mario, ahora, se bate en un duelo conmigo por prepararle el mejor regalo de cumpleaños a Carlota, que ya casi alcanza los seis años de edad.

—¿Claudia? ¿Me estás prestando atención?

Yo, con el tiempo, he aprendido lo valioso que es saber escuchar, saber hacerlo como lo hace él. Así que sí, por supuesto que lo estoy escuchando, aunque él crea que no porque callo más de lo normal. Más de lo normal en mí, quiero decir. Más de lo normal si tenemos en cuenta aquella primera noche, cuando a la vida le dio por cruzarnos sin imaginar que ese encuentro pudiera prolongarse en el tiempo.

—Sí, pero olvídalo —contesto en una actitud bastante confiada. —No vas a ganarme, Mario. Está muy claro. No insistas, de verdad.
—¿Pero tú de qué vas, tan sobrada?

Mis carcajadas me impiden continuar con el juego. Lo veo, enfrente, en el sofá, con el cuerpo de mi sobrina sobre su regazo, que duerme con la tranquilidad de quien se sabe a salvo, y me reafirmo en mis palabras. Mario no va a ganarme, por supuesto que no.

Yo a Carlota le regalé un tío como él; es imposible que pueda superarme.
Esmeralda Fleitas
Escribo a modo de salvación.
Miembro desde hace 2 años.
22 historias publicadas.

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Lucia F.S.
03 ago, 02:55 h
Muy tierna historia. O tienes una sobrina o una gran empatía💕
Mila Clemente
03 ago, 12:48 h
Bonita historia. Entrañable. Se siente un amor muy grande cuando nace una sobrina... ☺️
elinsurgentecalleja
03 ago, 19:06 h
Original y tierno relato...lleno de empatía y amor.
La frase final, "yo a Carlota, le regale un tío cómo él" es brutal.
👏👏
Saludos Insurgentes
Carmen Fernandez Mayoralas
25 ago, 17:33 h
Es verdad! eso si que es un regalo. Muy bonita historia.
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