África no podía pertenecer al mismo mundo que los frívolos salones de té londinenses... Aquel viaje enseñó a Evelyn lo insignificante que era, como un diente de león al viento. Se había casado en la distancia con el terrateniente Pennyworth. La dote de una mujer soltera de 35 años en 1911 solo era un futuro incierto
Cuando llegó a El Cairo, en lugar de su marido la esperaba Zareb, un muchacho alto, de ojos brillantes y piel chocolate, que la conduciría hasta aquellas tierras que llamaban Kenia.
Evelyn se acostumbró pronto a los insectos y al calor sofocante. Y, sobre todo, a la presencia de Zareb.
5000 kilómetros les esperaban, 50 días. Un largo camino a casa. Pudieron deleitarse con la belleza de las jirafas, el trotar de las cebras y el paso de los elefantes. Contemplar los hermosos amaneceres en un horizonte de acacias y baobabs y las noches estrelladas sobre los lagos cubiertos de rosados flamencos... Cuanto más viajaban menos ansiaban llegar a su destino.
Zareb la tomaba de la mano al caminar, la miraba y sonreía ante su juvenil entusiasmo. Hasta que un día, Evelyn comprendió que aquella sonrisa reflejaba amor. Y más aún, que la suya propia también lo hacía.
Llegó el día 60... Pennyworth miraba más allá de sus tierras pero nunca vio llegar a Zareb ni a su esposa. Lo único que le quedó de ella fue un pequeño retrato en un camafeo. Nunca sabría que sus ojos eran verdes como el prado, que le gustaba andar descalza y que cuando reía, arrugaba la nariz. Tampoco imaginaría que no muy lejos de allí, Evelyn contemplaba cada día amanecer entre los brazos de alguien que no podía ser más distinto a ella.
En cualquier otra parte del mundo un amor así habría sido imposible. Pero allí no. No en África.