La claridad del cielo era confusa, con doce lunas que formaban entre sí intrincadas figuras de diferentes tamaños, colores y texturas, armonizando con una fulgurante estrella central.
Gasreil, a diferencia de su hermana, estaba absorta con aquel lienzo estelar hasta el punto de que, por un instante, su espíritu vanguardista sintió la necesidad de detenerse y sacar unos pinceles que no llevaba para plasmar tan singular espectáculo.
Melbran por su parte, excavaba ansiosa a sus pies, desenterrando un cuerpo de mirada perdida. Balcim; la tercera tripulante de su nave que, tras el aterrizaje forzoso en aquel paramo catalogado como Belén, había sufrido un destino peor al de las hermanas. Tras un instante de silencio, Melbran extrajo una gota de agua del cadáver a modo de ritual improvisado, guardándola en un pequeño frasquito de cristal.
Segundos después, un rumor de arena las sacó de su trance, sobresaltando a ambas. Resultó ser un bazim, endémico de aquella región, que se había acercado buscando chatarra.
―Viajáis solo ─adujo Gasreil─, con tres estupendos lagartos de duna. No os importará ayudarnos…
―¿Deuda? ―interrumpió él con un tosco acento, pues como superviviente de las arenas tenía sentido para las oportunidades.
―A ti, nuestras vidas ―dijo Melbran con la sabiduría de hermana mayor─. A tu progenie ―miró entonces a Gasreil―, un cuadro.
>>Un puñado de arena y una gota de agua. Para que entiendan el mundo de más allá, el mundo que tienen bajo sus pies, y para que aprecien lo que comparten con su familia, con su gente, y con tres ─se interrumpió brevemente para corregir acto seguido─, dos, extrañas que le deben la vida a su padre.
El bazim asintió con la cabeza, conforme. Pues allí, en la lejanía del espacio profundo, aquellas tres cosas valían más que el oro, la mirra o el incienso.