Álvaro recibió el comunicado, como el resto de los hoteleros de la zona, ya lo esperaba, lo llevaban anunciando por la televisión hacia meses. Tenían que cerrar el hotel, ponerse en manos de la Administración de turno, solicitar las ayudas que les correspondiesen y empezar de nuevo su vida en otro sitio, de otra forma.
Álvaro suspiró, tenía todavía dos meses para acatar la orden, tenía previsto recibir a sus últimos huéspedes, un grupo de 20 adolescentes chinos.
Podría haberlo anulado, pero se resistía, estaba seguro de que se exageraba mucho, siempre era igual, anunciaban días de lluvias torrenciales y luego no eran para tanto, anunciaban frio extremo y allí en esa zona privilegiada de la costa del sol nunca llegaba.
Ya había despedido a más de la mitad de la plantilla, se quedó con los imprescindibles para atender a los chicos. El día que llegaron, solo tenía una recepcionista, un cocinero, una camarera y dos limpiadoras. Ese día empezó a llover.
Los chinos eran tranquilos, hacían poco ruido, le preguntaban a la recepcionista cuando iba a dejar de llover, ella les contaba que siempre duraba poco, pero a la semana seguía siendo igual.
Les llamaron de la embajada instándoles a abandonar el hotel al día siguiente, la previsión meteorológica no auguraba nada bueno, se acercaba una terrible tormenta.
Álvaro les tranquilizó, les dijo que siempre se exageraba, él llevaba 25 años regentando este establecimiento y nunca había pasado nada así.
El resto de hoteles había cerrado, la ciudad se iba vaciando poco a poco.
El viernes que el grupo decidió partir, Álvaro les invitó a un desayuno especial, mientras fuera la lluvia arreciaba contra los cristales, les sentó en la sala VIP del hotel, la que tenía mejores vistas a la fabulosa playa.
Los chicos ensimismados, pudieron contemplar como un inmenso tsunami se dirigía hacia ellos directamente.