—Ha sido sin querer, Paula. — Sollozaba Alberto con el canario en las manos—. Estábamos jugando y le he dado.
—No pasa nada. Dámelo y salid todos del aula.
Alberto le dio a Pikachu, recogió el estuche del suelo y, de repente, se despertó. Estaba en su cama, arropado con sus sábanas de «Bayblade Blaster». Otra vez había tenido esa pesadilla. Se dio la vuelta y volvió a dormirse; en unas horas volvería a ver a sus compañeros y a su querido Pikachu.
Mientras caminaba hacia el colegio junto a su madre, esta le recordó que no abrazara a nadie ni se quitara la mascarilla en ningún momento; pero cuando vio a sus dos mejores amigas, Sonia y Lucía, corrió a abrazarlas. Debajo de las mascarillas, las sonrisas de los tres se transparentaban mientras se contaban, atropelladamente, las vacaciones.
Cuando sonó el timbre, sus madres los acompañaron a la fila de quinto B. Entonces, salieron los profesores de cada curso y se llevaron a cada grupo a su clase. Todo estaba tal y como lo recordaban, salvo la jaula de Pikachu, que estaba vacía. Alberto le preguntó a Paula y ella le dijo que se debía de haber escapado; así que el niño les propuso a sus amigas buscarlo y traerlo de vuelta.
Esperaron al recreo y fueron a ver la jaula. No tenía ni comida ni agua. Pensaron que por eso se había escapado y fueron al primer lugar donde Pikachu podría ir a comer: al arenero.
Sonia encontró una pluma roja cerca de un hormiguero y los tres empezaron a silbar, como hacían cuando querían que Pikachu cantase. Entonces, otro niño se acercó y les preguntó.
—Estamos llamando a Pikachu, Andrés. Mira, ¡hemos encontrado una de sus plumas! —dijo Alberto.
—Pero, Alberto, ¿no recuerdas que tú mataste a Pikachu?