Atrapado en la humareda, cubrí mi nariz y boca con el cuello de mi camiseta blanca, viéndose teñida por el gris de las cenizas. Mis ojos ardían, ardían como las llamas que en ellos se reflejaban, contrastando un vivo avellana con un rojo anaranjado devastador. Desaparecía como un suspiro disipado todo cuanto construí en este plácido hogar.
Los vecinos acudieron tras el suplicio de ayuda y los gritos desconsoladores que de lo más profundo de mí emergían. No lograba ver nada, ni a nadie, pero sentía la multitud de ojos compasivos anclados a cada llama, a cada rastro de humo; a mí. Una voz se coló entre el alarido de la multitud y, esta, hizo saber que los bomberos ya habían sido avisados. No logré distinguir de quién procedía. Era una mujer.
Empecé a sentir un fuerte dolor en el pecho acompañado de una tos intermitente. Apenas había oxígeno en los pequeños metros cuadrados donde estaba arrinconado. Sentía presión y, por más que inhalaba profundo, el oxígeno que respiraba era escaso. No quedaba y, sin él ¿qué sería de mí? Los bomberos no llegaban y yo no podía luchar contra algo superior a mí. En un rincón de la azotea, cerré los ojos dejándome llevar por un estado de inconsciencia. Cerré los ojos queriendo consumirme como cada trozo de madera, convirtiéndose en ceniza. Cerré los ojos queriendo ser ceniza y volatilizarme con cada recuerdo desvanecido.
Unas fuertes zancadas llegaron hasta la azotea gritando mi nombre: “¡Julián!, ¡Julián!”.
Pero yo, Julián,
había sido devorado por las llamas,
convirtiéndome en ceniza.