Cada segundo estaba marcado por ese ruido: el goteo constante del champagne que se había derramado en la mesa y ahora caía al suelo formando un charco, justo delante de dónde estaba escondida. Segundo tras segundo, gota tras gota: el tiempo se me acababa. Me abracé las piernas sin parar de temblar, las lágrimas hacía mucho que se habían secado en mis mejillas. Igual que la sangre de mis manos.
Mi corazón, lleno de miedo, iba demasiado lento.
Tres mil trescientas veinticinco veces había oído el champagne caer contra el suelo desde que habíamos entrado en el nuevo año. Antes de que todo se fuera a la mierda.
Tres mil trescientas veinticinco veces que había pensado en cómo salir de debajo de la mesa, cómo atreverme a enfrentar el desastre. Todas esas veces que escuchaba la bebida derramada, ignoraba los ruidos que se colaban de fuera de la casa: el sonido de un mundo que llegaba a su fin.
Otra gota. Otro segundo.
Tenía que salir de debajo de la mesa, pero no era capaz, estaba completamente congelada. Mi cuerpo no me respondía, ni si quiera podía gritar; en mi garganta seguían atascadas las palabras “¡Feliz año nuevo!”, palabras que ya nunca podría decir. Palabras que mi familia y amigos no podrían decir.
Otra gota. Otro segundo.
Quizás si no hubiera estado tan concentrada en contar las gotas de champagne podría haber oído los pasos que se acercaban hacia la mesa, hacia mí.
Quizás, si hubiera salido de mi escondite, podría haber tenido una oportunidad. Antes de que ellos volvieran.
Tres mil trescientas veintisiete gotas eran el precio de esa oportunidad perdida.
La figura se agachó hasta mirar hacia debajo de la mesa, pisando el charco que tan cuidadosamente había mirado durante ese tiempo. – Te he estado buscando.
El champagne es el protagonista de esta catástrofe que no sabemos en que acabará.
Me ha gustado.
Saludos Insurgentes