Saboreo los golpes amargos del último asalto. Esquivo sus puños con la profesionalidad de alguien que ha dedicado toda su vida a un deporte. Contragolpeo utilizando la pericia de quien es perro viejo. Disfruto de la única sensación que me hace querer seguir vivo. Le miro a los ojos y leo sus movimientos. Sonrío y sé que mi rival no lo entiende. Se lo toma como una ofensa y aumenta el ritmo. No me preocupa su enfado. Solo me fijo en que me siento bien conmigo mismo. Estoy siendo yo. Fui, soy y seré, para siempre, un boxeador que se enamoró perdidamente de su deporte desde el primer día que entró en un gimnasio. El sitio que me enseñaría a ser buena persona y tener unos valores que proteger. El lugar que me daría algo para luchar.
Suena la campana. No indica el final de un combate. Significa que todo ha acabado. Mi pecho me oprime y siento que me quedo sin aire. No puedo respirar. Llevo muchos años peleando y no exclusivamente en el ring. Nadie se ha dado cuenta del dolor que llevo arrastrando. Estoy solo. He renunciado a todo por el boxeo. No tenía quien me ayudara a saber que las cosas mejorarían, que mi cabeza se curaría. He resistido durante demasiado tiempo sin fuerzas ni para levantarme de la cama. Hace mucho que dejé de combatir contra la enfermedad. Me entregué a ella sin oponer resistencia, excepto cuando tenía que entrenar o pelear. Mi única motivación en la vida termina hoy.
Me he quedado solo en el vestuario. Se escuchan los gritos de emoción de la gente. No hay mejor adiós que ese. Por fin, el dolor desaparece y lo último que siento es mi dedo apretando el gatillo. Luego, silencio.
Enhorabuena por la narración.
Saludos Insurgentes