Apareció un día de verano en la carnicería donde yo trabajaba. Yo estaba cubriendo una baja por maternidad, cortando sesos a mansalva y abandonado al noble arte del sudor sin control. En aquella pequeña sauna, entre lomos y pechugas, el aire acondicionado era una quimera, y unas sencillas aspas se antojaban un lujo innecesario para el dueño. Pero entonces llegó ella con su larga melena azul recogida en una trenza y fue como una bocanada de aire fresco para mí; me cautivó al instante. Lo hizo hasta tal punto que llegué a sentir que el deshuesado se convertía en una tarea a caballo entre lo sangriento y lo romántico. A los tres meses ella ya me llamaba cariñosamente «el carnicero del amor». Troceaba cerdos de todos los colores solo para su deleite.
Conseguimos bañar el sol de color cerúleo e impregnamos la luna de tonos caobas cualquier tarde de aquel verano de ensueño. Pusimos el mundo patas arriba sin pensar en lo que el resto opinaba. «La vida será del color que nosotros queramos», me repetía constantemente mientras yo rellenaba el pavo.
Todo iba viento en popa; la esperanza siempre tuvo el color que a nosotros se nos antojaba, hasta que ella decidió que debía ser verde, como lo había sido toda la vida. Me dejó plantado, con un deplorable color nostálgico en mi rostro y sintiendo el tono más dañino de la tristeza. ¡Maldito el día en que conoció al camarero de aquel vegano!
El giro final es mezcla de amor y odio.
Me ha encantado Rubén, enhorabuena.
Saludos Insurgentes