De noche, la sensación de irrealidad que nos inunda en esos momentos en los que sabes que tu vida dejará para siempre de ser la que era, es aún más desoladora.
Esas brechas que marcan sin remedio un antes y un después. Y ahí estás tú. Observando cómo comienza el terremoto, cómo se abre la tierra.
Cojo tu manita e intento grabar en mi mente ese lunar tuyo, el olor de tu piel. Podría tatuarme tu mismo lunar porque no llevo ningún tatuaje, y porque a veces en estos momentos me descubro pensando frivolidades. Imagino que es lo que hace mi mente para no enloquecer.
Y cuando ese impúdico sol que viene a anunciarme un día menos comienza a colarse por la ventana de este aséptico hospital, en los pasillos se mezcla el llanto de los bebés con el sonido de los pasitos cortos de niños en zapatillas. Esos que aún pueden salir de la habitación para ir a la sala que hace de desubicado colegio. Sonidos casi obscenos por lo impropios que resultan en un sitio como este. No debería ser así. No tiene sentido, no es natural.
Tocan dos veces a la puerta y entran cantando con narices de payaso, anunciando un primer día de un colegio que jamás terminarás. Quizás todo sea eso, una mala comedia, y vengan a bajarnos por fin el telón.
—Cariño, aprovecha y sal a tomarte un café, que no has dormido nada—dice Paqui, la enfermera.
Mientras meto las monedas en la máquina me repito, como todos los días, que te mueres. Te mueres. Intentando con mis palabras comenzar a abrir el hueco en el pecho para una vida entera de mañanas en las que despertarse sea un disparo.