Jamás he perdido nada en toda mi vida.
Bueno, nada material, porque el juicio, el sentido común y el alma, en miles de arriesgadas apuestas contra el diablo en persona, son cosas que dejé marchar en no pocas ocasiones. Y para cuando pude recuperarlas, nunca volvieron a ser iguales.Hoy, todo cambia para mí, porque por primera vez sí he perdido algo. O más bien, me lo han robado, porque nadie olvida un contenedor con setenta y cinco toneladas de droga en un banco del parque, en la barra de una cantina, o en la mesilla de noche de su amante, por supuesto, aunque en este último lugar se pierdan pertenencias bastante más peligrosas.
También, por primera vez desde que dejé de ser una persona joven e irresponsable, siento haber perdido cierto control sobre lo que me rodea, e incluso de mi propio destino. Antes lo dominaba todo. Yo decidía quiénes debían ser unos miserables adictos, ladrones enganchados a mi producto, y hasta elegía a los camellos que acabarían muriendo por sobredosis al probar alguna nueva mercancía. Todo. Todo. Yo tenía el poder absoluto.
¡Qué dices, necio! ¡Sigo teniendo el poder! Porque mientras agentes de la supuesta ley celebran su falsa victoria junto a varias ratas que hasta ayer bebían del lujo que yo les otorgaba, he decidido finalizar esta racha de primeras veces, y comenzar la de las últimas. Los últimos alientos, las últimas miradas… Los últimos latidos. Aunque los suyos llegarán mucho antes: me quito la máscara de oxígeno, amartillo el arma automática, aspiro hondo hasta que toda mi sangre se contamina de veneno y nubla mi razón, dejo de ocultarme en la montaña blanca de mi propio contenedor, y... ACABO CON TODOS.
¡Morid, morid infieles! ¡Regresad conmigo al infierno! ¡Yo os sentencio, antes de mi propia…!
Muerte.
Gracias compi.
Saludos Insurgentes