Por un momento, pensé que en aquel cochecito no había nadie, que, sencillamente, lo llevaba de paseo, vacío, para poder llenar su triste y accidentada vida con tantos buenos recuerdos como encontrara a su paso. Pero algo cayó al suelo y una pequeña mano salió para reclamarlo. Podría haber supuesto un alivio para mí. Nunca es agradable sentir esa soledad tan cerca. Prefiero que viaje en bus o, por lo menos, en la otra punta del tren. Que yo no la vea, ni la intuya, que no me haga levantar la vista de las páginas de mi libro.
Pero no fue así.
Devolvió el juguete caído al niño. Sin caricias, sin palabras, sin una sonrisa, sin una reprimenda. Nada.
Era una madre muy joven, de unos 26 años, tal vez menos, no sé. Resulta difícil adivinar la edad entre tantas capas de abatimiento.
Hundía su mirada en el cochecito. En ese mismo lugar donde el niño se entretenía con su juguete caído. Y me dio la sensación de que estaba mirando el pasado, ese pasado tan claro en mi imaginación como en su recuerdo. Y estoy seguro de que no le gustaba lo que veía. No le gustaba su pasado. No le gustaba su presente. Y, a estas alturas, su futuro no tenía ninguna importancia.
Pasaron los minutos. Pasaron las estaciones y nada cambió en su perdida mirada. No pude volver a concentrarme en el libro que estaba leyendo. Ahora, ni siquiera me acuerdo de qué libro era. Miradas como la suya resultan hipnóticas. Consiguen hundir al que mira en la misma tristeza.
Y llegó mi estación. Y cuando salí, ahí quedó, continuando viaje.
Podría viajar años sin darse cuenta de que su parada ya había pasado de largo.
Fin.
Me ha encantado.
Saludos Insurgentes