DÍA 1
Dicen que estrés y meditación son dos caras de la misma moneda. Espero que sea verdad. Ahora mismo me dirijo, en compañía de un reducido grupo de personas, hacia uno de esos lugares en medio de las montañas aislados del resto de la civilización. Por lo que he podido comprobar en la guía, se trata de una cabaña de madera añeja corroída por el paso del tiempo y, seguramente, también por las termitas.
Me embarco en este viaje para alcanzar una suerte de paz interior, una tregua conmigo mismo. Sin duda, la necesito.
Soy bastante escéptico, pero cruzo los dedos.
DÍA 15
Nada. Eso ha sido todo lo que he conseguido hallar en mi fuero interno tras dos semanas de ejercicios de relajación, abstracción y búsqueda del equilibrio. No he logrado conectar con ningún ser superior ni he descubierto un haz de luz que ilumine mi alma y me revele la senda por la que debo adentrarme en el futuro. Absolutamente nada. Toda esta parafernalia no son más que paparruchas sin fundamento.
La experiencia ni siquiera me ha permitido evadirme de mi vida anterior. Hay demasiados elementos en el entorno que me recuerdan a mi trabajo, ese del que pretendo huir a toda costa: la oscuridad acechante una vez se cierran los párpados; los gritos ahogados de mis compañeros para contener la tensión fruto de la concentración extrema; los alaridos del viento cuando la sesión se prolonga hasta el anochecer…
Todo me resulta peligrosamente familiar. Y es entonces cuando comprendo que de nada sirve un curso de meditación. No se puede pisar el pasado. Mis manos siempre estarán manchadas de culpa. Siempre estarán manchadas de…
DÍA 2
—Sangre.
—Te he preguntado a qué te dedicas –dijo el profesor entre risas.
—Me ha oído bien– repuse con mi frialdad habitual– Me dedico a la sangre. Soy asesino a sueldo.