Long Beach. Un lugar cuyas playas podrían despertar el recelo de cualquier caribeño. Y también el lugar al que Vito Corleone se retiraba a descansar de sus oscuros negocios. Un auténtico paraíso veraniego, para entendernos.
Mi familia regentaba un chiringuito al lado de de la playa, al que los turistas acudían sin vacilación a dar cuenta de un Martini frío y brindar por unas vacaciones llenas de ostentación.
En nuestro caso, no teníamos dónde caernos muertos. Desde que mi abuelo decidió inaugurar el local hace cincuenta años, no hubo ni un solo cambio en la forma de proceder. En parte porque adaptarse a las antiguas reglas es más sencillo que crear unas nuevas, en parte porque pertenezco a un linaje de la vieja escuela. De esos que llevan la testarudez por bandera.
El cambio climático era un tema recurrente en nuestros incisos para comer. Yo alertaba sobre el impacto que podría tener en el futuro y sobre cómo a nosotros nos afectaría especialmente por nuestra situación al lado de la orilla.
—Mira, preocuparme por el medio ambiente no hará que vengan más clientes –solía decir mi padre– Nos quedamos aquí y punto. No quiero oír una palabra más.
—Ahora a los jóvenes os encanta toda esa verborrea ecologista, –se burlaba mi abuelo– ¡Salvemos el planeta! ¡Protejamos a los animales! Lo siento, chico, pero eso no da de comer.
El cáncer se los llevó a los dos. Primero a uno, después al otro. Y fui yo quien terminó por pagar las consecuencias de su empecinamiento. Una tormenta eléctrica sorprendió a los vecinos de Long Beach un caluroso día de agosto. El nivel del mar era entonces tan elevado que el agua no tardó en desbordarse por todas partes, arrasando cuanto encontraba a su paso.
Ese día supe que serviría mi último Martini.
Y tenía razón. Siempre la tuve.