-No pienso perder el tiempo en enseñar a un niño zocato.
-Pero señor, procede de una estirpe de músicos y compositores.
-Me niego a invertir la posición de las cuerdas a un violín ni a explicar en un orden distinto al del resto de personas del mundo.
-Señor, escúcheme. Tiene solo 6 años y ya ha compuesto un minueto y un trío para piano. Es un niño prodigio y ser su profesor le dará el reconocimiento que a buen seguro merece.
-No. Es un siniestro. Es descendiente de Mefistóteles. Antes muerto que compartir mi tiempo con un…
-Yo no soy ningún demonio - Dijo el pequeño Amadeus mientras abría la puerta con violencia. Si es necesario, aprenderé a coger el arco con la mano derecha. No tiene que enseñarme sus conocimientos si no lo desea, pero no me vuelva a insultar nunca más.
Recordaba aquella escena perfectamente 29 años años más tarde, mientras sonaba la Lacrimosa del Réquiem de Mozart en el sepelio de Amadeus. Quizás fuera la insolencia de aquel niño de nariz puntiaguda, más que su conocido talento, la que cambiara todo.
Sus propios oídos ya se habían impregnado de las notas escritas por aquel infante, pero temía que Amadeus dejara de ser un portento para convertirse en un humano más. Intuía que su lateralidad no iba a ser una buena compañera de viaje y atisbaba un hipotético abandono.
También sabía que escuchar conversaciones detrás de la puerta no era de buena educación. Ni gritarle a los adultos. Pero el muchacho desobedeció aquellas normas y mostró una personalidad donde se vislumbraba sus intenciones poco pueriles para sus 6 añitos.
No, quizás no fuera una pérdida de tiempo. No, no lo fue.
-Amadeus, me quiero ir a mi casa. - También recordaba esta frase como una de las más pronunciadas.