Siempre llevaba mi chelo a cuestas. Solía cargar con él hasta la tienda de música una vez a la semana, para que lo afinaran y le cambiaran algunas cuerdas. Solo bastaba una llamada para que vinieran a casa a ponerlo a punto, pero era el único momento en el que podía ver a Enrico a través de la alambrada.
Éramos de mundos diferentes, pero éramos amigos. Teníamos prohibido dirigirnos a las personas del gueto, pero nosotros, éramos más listos. Siempre íbamos detrás del árbol grande y, aunque estuviéramos separados por alambres, las palabras y las risas pasaban a través de ellas dejando una estela de sueños por cumplir. «Algún día viajaremos en uno de esos aviones que pasan rozando el cielo, y nos iremos juntos, muy lejos de aquí Johann» me decía.
Ese lunes lluvioso, me levanté pletórico y rebosante de felicidad, quería contarle a mi amigo que por fín sería mi primer día en la escuela, ya nunca más tendría que estudiar encerrado en casa. Tenía la oportunidad de ir a uno de los colegios más importantes de la ciudad, y ser alumno de Carlo Santoro, el mejor violonchelista de todos los tiempos. Todo eso me lo había ganado a pulso, después de estar doce años sin apenas ver el sol, dedicándome en cuerpo y alma a la música; mientras mi madre me exhibía como si fuera un trofeo frente a sus amistades.
Cuando llegué a la alambrada Enrico no estaba. Levanté la vista y vi una columna de humo salir de uno de los edificios grises. No había nadie a quién avisar de ese incencio. Ya era tarde.
Lo único que vi antes de romperme en mil pedazos, fue una frase grabada en el tronco de nuestro árbol: «LA VIDA ES BELLA JOHANN, NO DEJES DE SOÑAR»