Otra vez la espiral de acción que invadía la trama le llevaba demasiado deprisa y le engullía sin opción a que las cosas pasaran despacio, con una calma necesaria.
Encontró su número al azar. Pero no encontraba un pretexto para telefonear ...
Fingió no estar sintiendo un enorme e incomprensible pálpito, pero su voluntad parecía en ruinas, totalmente ingobernable.
El ruido crecía en el centro del argumento y él se defendía como podía de la riada de su sentimiento. “No estás rematadamente loco”. Esto pensaba al mismo tiempo que se decía “¿Puede un hombre de ficción reclamar una vida que no tiene?". En todo momento, advertía que necesitaba tiempo. Tiempo era todo lo que quería y todo lo que no tenía, enfrascado en la acción de la historia. Aplicado forzosamente a su papel en la serie, perdía el tiempo que quería dedicar a hacer planes para … entusiasmar a una chica. ¡Cómo demonios olvidarse de ella!.
Estaban dentro de dos historias de ficción. Ella era el personaje de otra serie. ¡No podían tocarse!. Y él, sentía aquel deseo irrefrenable, aquel impulso incontenible, aquella agitación. Todo avanzaba en dirección a ella. Se esforzaría en buscarla para poder oír su voz, para poder mirarla. Comprendía que era un personaje de ficción, pero su deseo era paradójicamente real.
El estrépito a su alrededor no le impedía concentrarse en el único sonido que le importaba: el de la respiración de aquella chica.
Sabía mucho sobre teléfonos. Sabía que la ventaja y la desventaja de un teléfono es no verse. El teléfono le permitía mostrar y ocultar el dolor al mismo tiempo.
La llamó por teléfono: cuando se hacen preguntas se encuentran respuestas. Tenía que preguntarle, simplemente, si se sentía atraída por él.
Como respuesta: un susurro. Y con formidable fidelidad al guión, decidió no palidecer frente a la invención de una historia.