Encontrar a Yago en mi órgano, el día más importante de mi vida, no fue asombroso. Y es que desde los 8 años se dedicó a tocarme las narices, su muerte no podía ser diferente, así que ahí estaba, muerto dentro del órgano.
En el primer día de clases de música conocí a Yago, un mes después todos nos preguntábamos que hacía allí, porque si algo no tenía, era talento para la música. Pero la profe Claret ponderaba sus grandes dotes, llegando a comprarlo con Johann Pachelbel, quizá porque era su hijo.
Entre los 8 años, cuando cortó las cuerdas del violín de Laura Vilchez y los 16, cuando untó pegamento instantáneo en las teclas de mi órgano antes del concierto de fin de curso, hizo más, como echarle sosa cáustica al trombón. La creatividad de Yago era infinita, menos en música.
Así que cuando el director de la Sinfónica del Teatro Santa Cecilia contó, con precauciones para con nuestra sensibilidad, que Yago había sido encontrado muerto en mi órgano, hice lo que era normal, romper en llanto... y maldecirlo hasta quedarme sin voz.
Los señores de la capital que venían a escucharnos en el Concierto de Navidad serían la gran oportunidad y Yago se la cargó. Se guardó la compostura. Más Laura, que soltó una lágrima solitaria y menos Gordillo, que maldijo como camionero.
En fin, que Yago murió asfixiado con los vapores del bote de lejía con el que se disponía a sabotear el órgano.
Comentamos que en la noche tomamos unas cañas después del ensayo, porque a pesar de todo, le teníamos afecto. Era parte del grupo, parte incómoda, eso sí. El del narcótico en la caña y lo que nos costó meterlo en el puñetero cajón del órgano, lo omitimos. Por no dar más disgustos.
Felicidades.
Me ha gustado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes
Muy buen relato ^^