«Requiesce in pace»

La mayoría me toma por loca. Llevan siglos apabullándome con que «más provecho saco aprendiendo un instrumento menos siniestro». Lo cierto es que cada nota que le arranco, tiene la capacidad de calmar a la fiera que hay en mí. ¿No las amansa la música?

Pero atended a lo siguiente: 

Concierto de Año Nuevo. Viena, 2018.
Caliento motores con estiramientos y movilidad articular del tren superior. Resto de la orquesta, afinando sus respectivos instrumentos, desde la tuba hasta el violín tenor.

Recuerdo al director con gesto preocupado, revisando y ordenando las partituras para que el concierto se desarrolle según la estructura planificada. Después, la toma con la batuta, que roza la histeria de tanto manoseo; porque no tiene boca, si no... De una cosa estoy segura: la tensión se corta en láminas. Tampoco las tengo todas conmigo, pues parte de esa sensación en suspensión colisiona contra las teclas internas de mi cuerpo.

Algo pasa. Desconozco exactamente qué y, sin embargo, me tiembla el espinazo. 

No obstante, puedo imaginar cómo sobrevuelan los primeros acordes; cómo los pentagramas ven alzar el vuelo a cada corchea, semi-corchea, blancas o negras en un vals frenético tras otro; cómo vamos entonándonos, cada cual a su ritmo y turno, hasta que llega el mío. ¡Empezamos! Y toco con la vehemencia que me caracteriza, hipnotizada, cuando el pánico de la audiencia empuja, ya ahoga: veo de primera mano cobrar vida desde las entrañas de mi órgano... ¡¿al predecesor de nuestro actual director?! 

Ojos inyectados en sangre. Cráneo abierto. ¡Estampida! Hay alguna que otra torcedura de tobillo, pero es lo de menos. Me giro y contemplo estupefacta cómo el zombi estrangula a su sucesor, gritando con voz de ultratumba:

—¡Te toca escuchar mi sinfonía sacra: «Requiesce in pace...»!

Ahora sé que la música no amansa a las fieras, las resucita... como a mí.

Fdo.: Morticia Post Mórtem.