A las ocho en punto de la mañana, nos recogía el coche en la puerta del hotel de Nueva Delhi. Era el primer día del viaje soñado de nuestra vida, un día que prometía ser intenso, recorriendo los lugares más emblemáticos de la capital de un país mágico, India. Estábamos realmente nerviosos, durante años habíamos soñado este momento, por fin conoceríamos ese país lleno de espiritualidad, donde la religión mas colorista, inunda cada rincón del país.
El calor húmedo de agosto, ya se había pegado a nuestra piel, cuando el conductor nos abrió la puerta del coche, un Sij de pocas palabras, aunque para eso ya estaba el guía, que con su castellano casi perfecto nos explicaba cada detalle de nuestra visita. Apenas habíamos recorrido unos metros, cuando una marabunta de niños rodeo el coche, “es lo normal”, dijo el guía, mientras el conductor se bajó del coche para despejar el camino, no sin antes de que uno de los niños pegara su rostro al cristal de mi ventanilla y fijara sus ojos en los míos. Solo fueron unos instantes, los suficientes para que mis lágrimas brotaran y su imagen que evocaban dolor y necesidad, se me quedara grabada en la mente durante todo el día.
El día pasó, y la imagen de aquel muchacho casi se me había olvidado. Estábamos en la otra punta de la ciudad, ya de regreso al hotel, cuando otra marabunta nos volvió a rodear y vi el mismo rostro de nuevo, con su mirada fija en la mía. Durante el resto del viaje, vimos muchas maravillas, la belleza de un país milenario que escondía tesoros inenarrables. Pero me traje de allí el recuerdo del rostro de aquel niño, el verdadero rostro de la India, pobreza y miseria.