«Entre luciérnagas»

Recuerdo que aquel verano hizo muchísimo calor, y todavía estaban con las obras de la piscina municipal. Mis primos y yo nos inventábamos toda clase de juegos para pasar el tiempo. El que ganaba, imponía sus normas del juego y, el que perdía, se ganaba una colleja.

Nuestro gran momento era al llegar la noche, pues en el pueblo era el único lugar donde podíamos disfrutar de esa libertad. Tras jugar una partida a los autos de choque; estrellando nuestros propios cuerpos y raspándonos las rodillas en el suelo empedrado, nos recorríamos el pueblo simulando ser policías y ladrones o indios y vaqueros. Sin embargo, esa noche iniciamos una nueva distracción; averiguar qué clase de productos crecían en los huertos de nuestros vecinos.

Nos llamaban los forasteros y nos preguntaban ¿y tú de quién eres muchachino? Aunque ya sabían muy bien quiénes éramos cada uno de nosotros, así que debíamos ir con cuidado porque cualquier travesura que hiciéramos, al día siguiente "radio macuto", iba con el cuento a nuestros padres. Por eso, nos introducimos por una callejuela de incógnito.
En el primer huerto que pisamos descubrimos que los tomates no vienen del supermercado y que no siempre son rojos. Nuestra gran sorpresa llegó cuando nos introducimos en el siguiente huerto, según nuestro amigo Jacinto, el del pueblo, pertenecía a tío Juan "el conejo". Pues vaya sorpresa nos tenía el señor Juan... Mi primera alucinación fue al descubrir mis primeras luciérnagas, me quedé ensimismado mirando aquel insecto mientras me orientaba con su luz. Un sendero de luciérnagas hizo que nos encaminásemos hasta un melonar. Entre risitas inquietas, arrancamos un pequeño melón, pero de repente, una luz cegadora surgió de él y, fuimos rodeados por aquellas luciérnagas, las guardianas del melonar.

Así me gané el apodo en mi pueblo, Luisito el luciérnaga.