Hoy es la primera vez que Lola se separa de nosotros, bueno, de ella. Desde que dio a luz se ha convertido en Gollum aunque su tesoro es un ser diminuto con un magnetismo que ya quisiera el sol para sí mismo. Sus ojos ya no se posan ni un instante en mí ni en mis necesidades, más allá de compartir esporádicos y ligeros sueños. De cuando en cuando, le arrugo su oreja izquierda para ver si sigue estando el delicioso lunar, ese que tantas veces mi lengua hubo cortejado, para certificar que es ella.
Son las nueve de la mañana. Caminamos hacia la guardería y vamos los dos asiéndole con suavidad las manitas, cada uno con la suya asignada, pero noto que Elena empieza a ejercer una fuerza centrípeta sutil; quizás quiera acapararla. Ese comportamiento viene siendo habitual y, atendiendo a un darwinismo de estar por casa, mis sentidos han desarrollado un sofisticado protocolo para detectar cualquier gesto de abarcar a Lola en exclusiva. Mi organismo ha resuelto aplicar un comportamiento que permite desactivar el instinto de mantis religiosa de Elena y, por ende, prolongar mi anodina supervivencia: dejarle hacer.
No paro de mirar el reloj compulsivamente para escaparme al trabajo -a reír con otros de miserias coetáneas- hasta que se abre la puerta. No conozco a la maestra y, al verla, deduzco lo insensato de mi ausencia en la reunión informativa. Me olvido de Lola, Elena y el curro, el tiempo pierde su razón, desenmudece la lira.
Me entrega los restos de una sonrisa que dedicaba a la niña y, al sintonizarse nuestras miradas, recuerdo el calor aflorando.
Quién llevase pañal, quién necesitara su mano para aprender, quién brincara sobre su regazo y se quedara dormido mientras ella lo acuna.
Cuando enfilan hacia el aula, completamente absorto, solo desacierto a decir "os quiero".
