Yo no estaba preparado para esto. No, ni de coña.
En absoluto, vamos.
Yo era un empresario de éxito. Con mis buenos ingresos, mi cochazo, mi cuerpo cincelado en horas de gimnasio y facturas de cirujano y mi casoplón en las afueras de Madrid.
Lo tenía todo. Era el maldito soltero de oro que podría protagonizar cualquier comedia romántica.
Sí, ese era yo, la envidia personificada de cualquiera que anhele un éxito en el que yo vivía inmerso.
Sí, digo bien, vivía.
Porque ya no. Porque eso, ya, se acabó.
No podía ser yo, no, uno más de los miles de turistas que se vienen a un país perdido del mundo en Asia para ponerse hasta el culo de alcohol, drogas, comida y algo de sexo.
No, yo para qué voy a ser normal.
Yo tenía que hacerme una puñetera foto en el interior del templo más pedido del planeta. Allí, donde alguna de las reencarnaciones de Buda perdió su alpargata.
Cámara en mano, nada de móviles, no jodamos, que la foto tenía que ser de órdago. Y pedirle a uno de los monjes de por allí que me sacara bien guapo, con mi mejor perfil, el derecho, claro.
Pero cómo me iba yo a imaginar que mi sombra se iba a alinear con no sé qué estatua antiquísima precisamente en la tarde del equinoccio de verano y que eso haría que todos los cabezas rapados tibetanos se pondrían a gritar, como locos, cosas que yo no entendí.
Y que sigo sin entender, de hecho.
Y cómo podía intuir, siquiera, lo que pasaría después.
Pues ahora soy un rapado más. El más rapado de los rapados. El puto amo de los monjes tibetanos.
Y, mierda, yo sólo echo de menos mi casoplón.
Joder, con las putas revelaciones.