Hoy he tenido que madrugar más de la cuenta, tengo la consulta a tope, pero no me importa, me gusta mi trabajo. Ser psicóloga infantil en lo mejor que he hecho en mi vida.
Después de tomarme el primer café de la mañana, abro el historial de mi primera paciente. Se trata de una niña de trece años diagnosticada de anorexia. En la primera visita, hablo con el niño y sus padres. Pero en las posteriores prefiero estar a solas con los niños, abren su corazón con mayor libertad.
Cuando se abre la puerta, entra una preciosa niña con la mirada más triste que he visto nunca, pero la que me deja paralizada es su madre. A pesar de los veinte años que han pasado, jamás olvidaré esa manera altiva de mirar que hacía que me sintiera pequeña. Miles de recuerdos que había encerrado en el desván, se me agolpan en el pecho y me dejan sin respiración. La persona culpable de todas las humillaciones y vejaciones que había tenido que sufrir, la misma que me había hecho pensar en la muerte, la tenía plantada en mi despacho.
Me costó mucho esfuerzo reaccionar, pero ya no era una niña, era una mujer adulta, segura de mi misma que tenía que cerrar un capítulo. Saqué a la niña de la consulta con la disculpa de que tenían que pesarla y hacerle unas fotos para la ficha. Me quedé sola con su madre y me presenté. Ella ni siquiera me había reconocido. Después de decirle todo lo que me había hecho sufrir cuando éramos dos niñas, le explico que no puedo atender a su hija. Ella se disculpa precipitadamente y se marcha avergonzada, pero antes de salir, se vuelve y con una lágrima surcando su rostro me suplica: —por favor, ayúdame—
Me ha encantado.
Enhorabuena
Saludos Insurgentes