Aquella mañana salí del despacho de la psicóloga con la esperanza de que mi mundo comenzara a enderezarse. Llevaba un papel con tres retos para los siguientes días: Primero, una foto de mi infancia, segundo; el dibujo de un rosal, a lo que mis ojos comenzaron a dar vueltas sin control, pues no era precisamente una de las artes plásticas que dominase y por último, un instante reciente dónde me sintiese relajada.
Para la primera foto opté por una donde tenía unos 7 años. Fue durante un viaje a los campos de lavanda de Castilla, allí fue la última vez que vi a mi padre.
La última fue en un campo lleno de flores, pocos meses después de la separación de Miguel y tras la pérdida de nuestro hijo Luis, que con 8 meses de gestación tuve que parir a sabiendas que mi pequeño estaba muerto.
Las siguientes sesiones continuaron con preguntas en la misma dirección: mi infancia, ¿Por qué les gustará tanto a los psicólogos esa vena freudiana? Hace años un accidente de tráfico se llevaba la vida de mi padre y ahora, otro giro inesperado me ponía a prueba.
Aquella mañana regresara de la consulta muy mermada y necesitaba respirar. Comencé a caminar sin rumbo. La noche dio paso al día sin darme apenas cuenta y días más tarde, en el pequeño acantilado encontraron mi cuerpo lleno de restos de algas y arena.
Las imágenes del accidente, como me levanté del asiento después de desabrocharme el cinturón, él diciéndome que me sentase no dejaban de repetirse en mi mente.
Platón decía que la vida era un continuo retorno, y a mí me había tocado el peor castigo: la muerte de un hijo nonato del que llevaba cuatro años sin poder superar el duelo.
Lectura fácil e impecable.
Enhorabuena de nuevo Mencía!
Saludos Insurgentes