—Jefe, no me puede pedir eso. —le dijo el veterano boxeador a su mánager, a la vez que entrenador.
—Vamos Charlie, es tu último combate y podrás hacer algo bueno por ese muchacho. Él tiene una carrera por delante y una victoria le levantará la moral. Todos se fijarán en que ha vencido al gran campeón y le lloverán los contratos. Por una vez en tu vida, haz algo bueno por alguien.
—Por eso mismo no lo haré, porque es mi último combate y no quiero que mi carrera acabe con una derrota ante un niñato de dieciocho años. Es una deshonra, todos se acordarán de esta derrota y no de las más de doscientas victorias de mi carrera.
—Te equivocas, tu ya eres una leyenda, tu nombre está escrito con letras de oro en la historia del boxeo. Has sido campeón de España, de Europa, del Mundo, eso es lo que cuenta. Todos se acordarán de eso, ya lo verás.
—Mira mi rostro, está lleno de cicatrices, la nariz partida, no me queda ni un solo diente propio. Es el mapa de mi vida, de mi carrera, la huella indeleble de una vida dedicada a este deporte, que no siempre me ha sido propicio. Siempre he sudado y peleado cada victoria hasta el último asalto, nunca me he rendido, tú lo sabes mejor que nadie. No me pidas que lo haga ahora.
—Solo te pido un último acto de generosidad, que, en el último segundo, del último asalto, te dejes caer y que el árbitro levante el brazo de ese muchacho.
—No, no lo haré.
—¿Ni, aunque sea tu propio hijo?
—No, debe encontrar su propio camino.
Me ha gustado, enhorabuena.
Saludos Insurgentes