Llegó el momento. Ya vi todos los tutoriales posibles en YouTube y consulté una decena de blogs de psicología; quería saber cómo afrontar su primer día, y lo cierto es que hoy estoy más confuso que ayer.
Empiezo por el principio: mi hijo ha comenzado hoy el colegio. ¡Su primer día! Nos hemos levantado temprano, hemos preparado juntos la mochila, hemos desayunado esas estrellas supersónicas (para que le dieran energía) y hemos salido hacia la escuela, con mi rictus de las grandes ocasiones, valiente y sobrio, y mi mano tensa pero orgullosa, que agarraba la de ese pequeño mundo de ilusiones convertido en carne y hueso. Lo más importante era no mostrar la torpeza que me caracteriza, delante de los familiares del resto de compañeros. Le he colocado recta la mochila y le he adecentado un poco el uniforme. Me he asegurado de dejar bien guardadito el reloj de Decathlon de diez euros para ponerme el que me regaló mi tía (de unos cuantos más). Hoy he decidido ponerme el disfraz de hombre seguro, ocultando el de escritor frágil y vulnerable. Un abrazo a mi hijo y su gesto cómplice, a cambio, han puesto el colofón antes de entrar a la escuela. Después me he vuelto caminando a casa entre paisajes difuminados, siluetas degradadas, y neblina sobre mi pupila. No podía dejar de imaginarme el rostro de mi hijo: desubicado, inseguro y frágil, compartiendo pupitre con los futuros médicos y abogados. Creo que estaba proyectando sobre él la imagen de mí mismo, cuando todavía tenía la ilusión de ser astronauta (muy de moda por aquel entonces). Ahora todos me dicen que parece que viva en otro planeta.
—Hijo mío, no sigas los pasos de tu padre, si no quieres acabar creando historias que no interesen a nadie.