Desde su más tierna infancia Henry ha crecido rodeado de música. El talento siempre estuvo presente en su familia, desde sus abuelos pianistas pasando por su padre siendo un exitoso cantante de ópera, su madre directora de una afamada orquesta y su hermana mayor una experta violonchelista. De sus mayores aprendió la teoría y la práctica de los más complejos instrumentos musicales y, con el paso de los años, descubriría cual sería su herramienta predilecta. Así fue como se acabó enamorado perdidamente de la delicada elegancia del violín y de la dulce melodía producida por el roce de sus dedos en aquellas livianas cuerdas. En su décimo quinto cumpleaños recibió de regalo el Stradivarius de su bisabuelo, alimentando la ambición del muchacho por la fama y el reconocimiento.
Sin embargo, no es oro todo lo que reluce. La vida de una familia dedicada en cuerpo y alma a la música no era para nada sencilla: estudiar en casa, viajes de negocio constantes… hasta que un día sus padres tomaron una decisión.
―Irás al instituto como el resto de chicos de tu edad.
Al principio hubo quejas, luego Henry acabó acostumbrándose a la rutina de las clases que logró compaginar con la práctica musical. El joven hizo grandes amistades, interpretando un sinfín de melodías siempre con la misma frase de inicio:
― ¿Quieres oírme tocar?
-o-
Dos años han pasado desde la tragedia. Toda la clase de Henry fue masacrada. Aquel día la policía solo encontró al muchacho rodeado de los cadáveres de sus compañeros, sosteniendo su Stradivarius cubierto de sangre cuyas cuerdas fueron cambiadas por cabellos humanos y la madera por firmes huesos.
Su madre le visita todos los días al centro donde permanece encerrado, siendo ella la única y firme defensora de su inocencia.
― ¿Qué ocurrió ese día, tesoro?
Y Henry siempre respondía:
― Madre, ¿quiere oírme tocar?